Vivimos solos en medio de multitudes. Pasamos de ser animales sociales a convertirnos en seres aislados, desconectados del cosmos, la naturaleza, el mundo y el yo. Hay tanto ruido afuera, tantos cantos de sirenas, que no somos capaces de reconocer el llamado de nuestra voz interior.
Ostentamos de tener 100.000 amigos en Facebook, 2.000 seguidores en Instagram o Twitter, pero una vez desconectados de las redes sociales, regresamos a la orfandad y a la insularidad del hombre contemporáneo. Todo es ilusión. Las redes sociales son mera ilusión, oropel en el afluente de la información y en el riachuelo cada vez más raquítico de los tejidos sociales.
Y así sucede en el plano físico. Vamos por las calles con el deseo de establecer conexión con el otro, pero la mercancía, que es el paisaje, obnubila la vista, nos saca del centro, nos ubica en medio de ninguna parte, un no lugar donde perdemos nuestra capacidad de vínculo, de conexión, de comunidad, de solidaridad.
Cada quien transita en un afán desmedido de individualidad (la hiperindividualidad citada por Lipovetsky). Una escala social donde primero estoy yo, segundo estoy yo y quizás, tal vez, en el quinto o sexto lugar se encuentren los otros, el otro.
Un mundo atiborrado de ruido, de información, pero carente de comunión, comunicación o nexos humanos. Un mundo bombardeado por la persuasión enferma de la pésima prensa, donde las falsas noticias carcomen la realidad de los hechos cotidianos y levantan por doquier atmósferas de engaño, simulación, mentira y cinismo objetivo.
Creo que fue Mario Vargas Llosa el que dijo: "Es mejor ser nadie en una ciudad que lo es todo".
En estas ciudades nuestras, atiborradas de tecnología, de cámaras de seguridad, de dispositivos móviles y electrónicos, somos meros números, dígitos de identificación, placas, clientes, consumidores, cifras, estadísticas. No somos nada. Atrás la esencia, el espíritu, la humanidad.
Y así pasan las horas, los días, las semanas, los meses, los años, los lustros, las décadas. Cada vez más tenemos la sensación de que el tiempo es más corto, de que no rinde, de que todo es impermanente y fugaz. Y en esa incertidumbre mental insistimos en acumular baratijas, comprar cosas que no necesitamos con el propósito de llenar el vacío del pecho, la oquedad existencial que cada vez es más grande, mucho más profunda.
Y vamos por el mundo y por los días observando la orfandad de los demás e ignorando la propia, una orfandad estimulada por los medios, por los modos de producción, por la lógica del sistema mundo, donde lo que impera es el éxito material y lo que menos la trascendencia humana, espiritual, estética y artística.
No estamos lejos de parecernos a los personajes de George Orwell en su ya clásico de la literatura 1984. Y ese mundo frío, nublado, lluvioso, impersonal de Blade runner, la afamada película de Ridley Scott, está a la vuelta de la esquina.
La orfandad de los seres humanos modernos tiene un valor agregado: cada vez se naturaliza más el encierro, las jaulas físicas de los condominios y urbanizaciones. Hemos dejado de habitar el casco histórico de las ciudades para vivir en pequeñas murallas llamadas edificios, encerrados en una comodidad engañosa donde nuestro único derecho a la reflexión es decidir si vemos Netflix, Amazon o HBO.