La opacidad y la transparencia

La opacidad y la transparencia

'Reflexionar es angustiarme por saberme finito, perecedero, pasajero, perdible y ello conduce al duelo existencial'

Por: Julio César Correa Díaz
septiembre 21, 2015
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La opacidad y la transparencia

Una primera y muy extendida forma de violencia que sufre la lengua, en la que todos prácticamente participamos, es el prejuicio que la define exclusivamente como un medio de comunicación.
Ivonne Bordelois (La palabra amenazada).

Hay tendencias poéticas y no una sola, tantas como estilos puede haber en arte o en música. El mundo, se acepta hoy, es abierto y plural y, sin embargo, persisten ciertas confesiones que bien podrían llamarse “dogmáticas”. Al menos, al interior de ciertas provincias, donde realmente la provincia es el hombre mismo y su manera de pensar, se dan estas manifestaciones poéticas. Hay quienes cultivan una poesía conversacional o coloquial, a veces llana, sin demasiados adornos; directa y sin muchos rodeos. Como la que se cultiva, y que se volvió tendencia, alrededor de los premios respaldados por una prestigiosa universidad.

Hay poesía política –aunque toda poesía lo es- , pero me refiero a aquella que se pretende subversiva o contestaría, cada vez con menos representantes. Hay una poesía filosófica; hay una poesía más bien juguetona y llena de humor; hay una poesía hermética; hay una poesía que cifra su razón de ser en la imagen y la metáfora. En fin, hay poesía y eso es importante.

No obstante lo anterior, hay quienes consideran que la única forma de hacer poesía es a través de cierto culto al realismo social, ya no como calco de la realidad partidaria, según el catecismo staliniano, sino como trasunto de eso que hemos llamado realidad y en la que existe un acuerdo, no convenido, de que es así y no de otra manera. De allí que sean textos de una belleza cotidiana innegable, pero que resuman cierto conservadurismo epistémico en su concepción, aunque sus cultores lo desconozcan. Hay un conformismo estético y un cinismo ético. Se deciden por cierta belleza que se logra con la construcción de la frase, cierto efectismo estético, pero en el fondo renuncian a una reconsideración de ese mundo que dicen cantar.

Se le hacen concesiones al lector o al público, cada vez más escaso, asistente a estos encuentros literarios a través de un lenguaje que se podría llamar sencillo, fácil, asequible, manejable, entendible, digerible, etc. Se parte del mismo presupuesto que hace el periodismo a sus exigencias comunicativas. Es decir que es necesario escribir para personas y un público con escasa formación, buscando, sobre todo, ser comprendidos. El lenguaje de la poesía se iguala con el lenguaje de la comunicación simple y llana. Se empobrece el lenguaje por el afán comunicador, como si todo fuera comunicable o reducible a un mensaje. Digamos que en esa exigencia de claridad fracasa el lenguaje que codifica su mensaje a través de un sistema expresivo como el de la poesía. También el positivismo exigía claridad y descartaba, en principio, todo aquello que fuese ambiguo.

En el fondo del asunto está el problema global de una sociedad que se fue llenando de información, pero que no sabe qué hacer con ella. Obliga a cierto inmediatismo en el consumo del mensaje; no se puede invitar al oyente-lector a que repiense el texto que lee-escucha porque lo obliga a reflexionar. Y aquí reflexionar, como diría Zuleta, significa trabajo y todo trabajo implica esfuerzo. Reflexionar significa detenerse sobre el asunto que está en cuestión; demorarse, demorar o dilatar la respuesta no es asunto que quieran hacer los hombres y mujeres de la sociedad de la información. Toda demora, y se pueden ver esas manifestaciones en las muchas filas que a diario nos toca hacer para pagar servicios públicos, por ejemplo, produce ansiedad, desespero, angustia, malhumor en quien se ubica en la larga “cola” de im-pacientes usuarios. Es el niño destetado que estalla en llanto e incurre en eso que las mamás llaman “pataletas”. Pienso en ese video que se hizo viral, donde una joven china estalla en llanto y gime desconsolada mientras viaja en el metro, por el hecho de que su smartphone se quedó sin batería.

Reflexionar es pensar-se, es asumir mi presencia en una conciencia que da cuenta de ello y, por eso mismo, me muestra el camino de la levedad y de los límites humanos; es decir, que reflexionar es angustiarme por saberme finito, perecedero, pasajero, perdible y ello conduce al duelo existencial. Y nuestra sociedad, la sociedad de la asepsia consumada, ha querido eliminar no solo el dolor, sino sobre todo legitimar su contraparte, el placer, como la única manera de acercarse al conocimiento y al saber. De allí que las cartillas y textos escolares y no académicos siempre, o casi siempre, estén antecedidos de la etiqueta “placer”: “El placer de leer o El placer de escribir”. Cuando escribir-leer pone en evidencia la relación dialéctica que existe entre lo agonístico y lo placentero, entre el duelo y los éxtasis, siempre necesarios en toda actividad vital.

Con la poesía no pasa cosa distinta. Creo, yo, muy subjetivamente, que el lenguaje que le hace concesiones, de manera preconcebida, al lector-escucha, incurre en estas consideraciones. La palabra preconcebidamente poética, y no es solamente aquella que ya ha sido trajinada y asimilada por la inercia del lenguaje masivamente usado, sino que se puede extender a la actitud del que escribe pensando cómo agradarle al público o con qué palabras exactamente puede calar en la sensibilidad del lector o del que escucha. Cuando se sabe que la sensibilidad del lector-escucha ha sido saturada por el lenguaje informativo y de talante conformista.

Ivonne Bordelois afirma lo siguiente al respecto:

La palabra poética es violencia contra la palabra establecida –pero se trata de aquella violencia que señala el Evangelio cuando dice que sólo los violentos arrebatarán el reino. Walter Benjamin habla de los martillazos necesarios al escritor que debe forjarse un nuevo lenguaje golpeando a contrapelo la costra que ciega a la palabra desgastada por el uso, la máscara que ahoga a la palabra convencional, la rigidez que asfixia a la palabra burocrática. (p.33)

El reto, entonces, de la poesía está en la capacidad para renovar y transformar sus propias metáforas. Si el ser humano está en el centro de sus preocupaciones, no existe un único camino que lo muestre y lo enaltezca. La palabra del poeta está cargada de sentido. Reducirlo a uno solo, es empobrecer la poesía y la manera como se concibe al hombre mismo. Pero, igualmente, elegir el camino ya transitado no solo es facilista, sino inapropiado por repetitivo y caído en desuso. El camino, ya lo dijo el poeta, se hace al andar. El camino del poeta se fragua en su propio silencio y lo va extendiendo en el renovado lenguaje de su capacidad para avizorar nuevos trayectos.


Notas.

IVONNE BORDELOIS. La palabra amenazada. Segunda Edición. Libros del Zorzal. Buenos Aires, Argentina. 2004

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