De manera insistente, un par de chocoanos invaden el espacio haciendo pasar como originales e italianos unos bluyines de origen paisa. Una pareja de chinos apresuran el andar. La artesanía que tradicionalmente vende una familia indígena ha dado paso a docenas de máscaras y pelucas. Mientras tanto, un personaje con acento cundiboyacense funge de jeque árabe con turbante, barba postiza y gafas Ray-Ban de imitación. Es sábado en la mañana, víspera de Halloween y San Victorino lo sabe. La república comercial e independiente en pleno centro de Bogotá.
En este universo paralelo confluyen individuos provenientes de todas las regiones del país y de países extranjeros, compartiendo cotidianamente en medio de un sinnúmero de actividades comerciales y negocios, donde la frontera entre lo legal y lo ilegal es bastante difusa. Es un brebaje compuesto de losas con pavimento agrietado, inmuebles multicolores, andenes que desaparecen en medio del tumulto de gentes, perifoneo de restaurantes escapistas a una intervención sanitaria, e incontables gritos que anuncian descuentos de “locura” en bodegas que se pierden en sótanos.
El constante bullicio y algarabía sacarían corriendo a cualquiera que odie las multitudes colosales, pero es un entramado social y comercial tan diversificado culturalmente que es una oportunidad para cualquier ejercicio de periodismo narrativo. Sumergirse en San Victorino y profundizar en sus mundos es un placer para cualquier cronista. ¿De qué manera lograrlo? Dejándose llevar por el vaivén de la oferta y la demanda entre empujones. ¿La demanda? Buscar artículos y juguetes sexuales para una fiesta de Halloween solo para adultos. ¿La oferta? Tiendas especializadas o sex shops que más parecen rincones y escondrijos.
Juegos previos
San Victorino es conocido nacionalmente por ser una de las plazas comerciales más grandes del país. Es un microbarrio lleno de edificios colmados de almacenes y bodegas, locales comerciales desde el más lujoso hasta el más destartalado, refresquerías y comedores de mobiliario rimax, mantas con artículos que han hecho de los andenes su vitrina, cuadrillas de policías y el concepto de espacio público totalmente violado. Armani, Versace, Diesel y lo mejor del diseño italiano, pero en modo imitación, aquí se consigue a precios módicos bastante tercermundistas. Juguetes, calzado, electrónica y utensilios para el hogar, cambiaron maquilas chinas por locales bogotanos.
La oferta es amplia y la céntrica localidad mueve millones de dólares anualmente, según lo ponderado en las incautaciones por contrabando realizadas por las autoridades.
Que las estadísticas económicas de San Victorino provengan en mayor parte de la mercancía ilegal decomisada, no es nada sorprendente. El imperio criminal en todos sus niveles que existe en este escenario, para nadie es un secreto.
Reportajes televisivos y cámaras de seguridad que evidencian la experticia y creatividad con la que se roba a los transeúntes, la invasión asiática de productos y comerciantes que poco a poco lo convierten en un Chinatown y la feria de microtráfico de estupefacientes y hasta de diplomas universitarios falsificados, han calado profundamente en la opinión pública. Noticieros, revistas y la real comprobación han construido una aureola bastante negativa, de lo tortuoso y peligroso de adentrarse sin prejuicios y planes previos.
Por consiguiente, la cotización de artículos sexuales es el plan y la búsqueda de sex shops la hoja de ruta. Una inmersión con numerosos prejuicios que serán sometidos a comprobación.
Lubricación
San Victorino tiene como entrada principal a la Plaza de la Mariposa, donde confluye la avenida Jiménez con la salida de la estación de TransMilenio de mismo nombre. La siluetan dos principales vértebras viales: la avenida Caracas y la carrera décima. Las diferentes remodelaciones, actualizaciones y estrategias por darle seguridad no han logrado los objetivos de embellecimiento y control.
Los comedores de color verde menta al estilo aire libre gourmet, rodeadas de macetas con vegetación ornamental, se la pasan vacíos. La Mariposa, escultura de Edgar Negret, se encuentra descolorida, grafiteada y pintada al óleo por excrementos de palomas. Es una plazoleta monopolizada por vigías sospechosos que “campanean”, cuidan y miran feo. Además, se pueden ver cuadrillas de policías distraídos en las pantallas de sus celulares móviles, mujeres maduras con medidas 100-80-90 fajadas en vestidos cortos de colores chillones, que hablan de su profesión, y muchas, pero muchas palomas que pululan con comodidad.
Desde la Plaza de la Mariposa se puede observar de manera panorámica la capa más externa de San Victorino. La arquitectura de los edificios comerciales de primera línea es dispar y heterogénea. Edificios pequeños y medianos. Colores vivos, blancos, pasteles y ladrillo. Estilo republicano, industrial o contemporáneo, no hubo acuerdo al edificar. Parece la base de un juego de Tetris malogrado, que habla mucho de la anarquía comercial a sus espaldas.
Con respecto al objetivo de la incursión periodística y siguiendo la coartada de compradores de artículos eróticos, en los establecimientos visitados los productos para lubricar son bastante económicos. Los aceites afrodisíacos como el Spanish fly, muy popular para mezclar en bebidas sin consultar al consumidor, especial para “paseos de finca”, en palabras de un comerciante, se vende por 6.000 pesos. Los geles lubricantes, retardantes, multiorgásmicos y estrechantes, van desde los 2.000 a los 5.000 pesos. Son unisex y el público es mixto, según los vendedores.
La novedad que se ha convertido en un producto bastante demandado, es una especie de pañito húmedo, que molesta, pica, calienta y despierta deseo sexual. La explicación del efecto que resulta en la vagina, fue bastante confusa por parte de los vendedores. Tal vez no consumen su propia mercancía, como muchos dicen de Pablo Escobar. Los pañitos cuestan 10.000 pesos y se accionan mediante el roce con la vagina.
Penetración
La inmersión a lo profundo de San Victorino es un acto de valentía con los tumultos, griterías y alboroto, que se divisan o escuchan a bastante distancia. Sin calentar o estirar, entre trapecismo, improvisación o pasos de baile, los cuerpos se contorsionan para esquivar al caminar a personas afanadas, avisos, carritos de balineras donde se vende música de Maluma o de Héctor Lavoe, guindas con baldes y neveras de icopor o mantas con mercancía que hacen valorar lo que es un andén.
La masa y la búsqueda de sex shops te va llevando, se pierde la autonomía del andar y se termina buscando un poco de aire, paz y tranquilidad en cualquier callejón. Esos pasadizos son sucios y sus suelos de un negro verdoso, y se encuentran inundados con un agua pestilente que no se seca ni se evapora, debido al juego entre empleados de barrerla hacia al local del vecino o competidor de al frente. Además de los precios y el megáfono, la desecación se convierte en otra estrategia de competencia comercial.
A estas alturas, el sistema olfativo tiene un corto circuito por la cantidad de olores que irrumpen con cada metro recorrido. Los aromas de alguna perfumería o de pan recién horneado, al segundo, se transforman en hedores de alcantarilla, aceite de fritangas, tufos alcohólicos, humo de cigarrillo o el mal olor de tanto cuerpo atiborrado en la multitud. Las fragancias ambiguas son parte de la oferta en San Victorino.
Al recorrer las tiendas eróticas, y en medio de la indagación y cotización, se encuentran distintos artículos y herramientas para sustituir el miembro viril masculino. Anillos o cilindros que vibran como celular en modo silencio, se comercializan desde 5.000 a 10.000 pesos. Anillos dedales corrugados que excitan y no cosen, cuestan cinco mil pesos. Los consoladores y vibradores, grandes protagonistas de este mercado, varían de tamaño, textura, grosor y color. 12.000 pesos cuesta el más asequible, de color rosado y que no supera los 15 centímetros. Faustino Asprilla es de Tuluá, y el más caro en uno de los establecimientos cuesta 100.000 pesos y le llaman: “El Tulueño”.
El “perrito”
Después de una hora de buscar los artículos sexuales con bastante dificultad, el cielo se colorea de gris y la lluvia anunciaba su llegada con un sereno que pasaba desapercibido en medio de tanto embrollo. Era una jornada sabatina de comercio en plena época de Halloween, por lo tanto, los mares de gente no dejaban apreciar el pavimento y los vendedores estacionarios ocasionales se encontraban multiplicados.
Las calles internas de San Victorino eran incaminables, los vehículos deambulaban como peatones, pitando para evitar un accidente. Cualquier político en campaña o manifestación envidiaría ese número de personas tan descomunal. Los obstáculos se diferenciaban entre humano y artificial, entre niño disfrazado de policía y carrito de vive 100 destartalado. Los megáfonos a todo volumen ya eran pauta radial de obligada escucha.
Gracias a la recomendación en los almacenes eróticos, la existencia de un artículo imprescindible para el ficticio festejo erótico, pero comercializado en otros establecimientos, se hizo presente en la jornada: Las piñatas sexuales son de los artículos más buscados y comprados. La creatividad para simbolizar la anatomía sexual en estos recipientes, contrastan con el papel silueta, barrilete y maché de piñatas infantiles, coloridas y más convencionales. Al ser vendidas en tiendas especializadas en festejos y agasajos, los torsos con senos, las nalgas y los penes para reventar, están al lado de piñatas de Minions, estrellas, corazones o princesas de Disney.
Los rellenos de estas piñatas están compuestos por chupetas en forma de pene o senos, condones, pitos, geles sexuales, y hasta toallas higiénicas. La lluvia de elementos “XXX” que caería al romper la piñata tiene un costo que va desde los 12.000 a los 28.000 pesos. El grado de sexualidad o vulgaridad, para algunos, influye en el precio. Las piñatas tienen diferentes formas anatómicas, masculinas y femeninas, siempre aludiendo a las partes íntimas que la ropa busca ocultar.
Sus precios varían entre los 10.000 y 20.000 pesos. ¿La más costosa, pintoresca e interesante? Una gran piñata de una pareja de cerdos teniendo sexo en la pose del “perrito”, como coloquialmente se conoce. “Si paga 30.000 pesos, se lleva a este par de marranos en cuatro”, exclamó de manera tranquila, parca y rutinaria, la desinhibida vendedora.
Poses varias
Una hora de recorrido por calles atestadas. La basura en el suelo, es una situación imposible de descifrar, ya que donde se pisa no se puede ver. Uno que otro charco o grieta, aparece por momentos y toca eludir el escollo. Decenas de pasajes comerciales repletos de callejones que finalizan en otros pasadizos infinitos.
Recovecos empinados, llanos y muchas escaleras de caracol, el riesgo de extraviarse y no saber cómo salir es latente. Muchos almacenes de ropa, telas, bisutería, jugueterías y piñaterías. El restaurante con el mejor televisor, gana la partida. Pero en medio de tanta oferta variada como locales hay, son pocos los establecimientos especializados en artículos sexuales para adultos. Algún rincón de un almacén de lencería o al final de alguna callejuela, son los lugares escogidos por el comercio erótico en San Victorino.
Con los dedos de una mano se cuentan los almacenes “XXX” encontrados, y en ellos una serie de elementos curiosos se mercadean como artículos necesarios para aumentar la pasión y dar diversión al juego previo sexual. Los dados son el símbolo del azar, pero la suerte en este caso desemboca en raras poses sexuales o penitencias. El doble seis, en este caso, puede ser un beso en el pene, un chupetón de senos o sexo oral. La probabilidad es amplia, pero siempre apunta al atrevimiento. Los dados sexuales tienen diferentes precios: los de 7500 pesos invitan a las poses clásicas y conocidas; los de 15.000, brillan en la oscuridad y tienen opciones más desinhibidas, algunos fetiches, sadomasoquismo y hasta romanticismo.
Es Halloween y la coartada es la de organizar una fiesta con una temática erótica y sensual, solo para adultos. Por lo tanto, se cotizaron disfraces sexuales, que van desde lo más cliché a lo más alocado. Con un presupuesto entre 60.000 y 100.000 pesos, cualquiera puede adquirir un uniforme de policía sexi, la mujer maravilla mostrando piel y el típico de bailarina de cabaret con un corsé bastante lindo. Por otro lado, hay disfraces más osados como el de dominatrix en látex, motociclista sin cuero en las nalgas o el de un ángel caído, pero en la desinhibición.
En toda fiesta se reparten pasabocas y aperitivos, para lograr este objetivo, en los sex shops de San Victorino se consiguen chupetines y gomitas. Los sabores son tradicionales: chocolate, vainilla, fresa y mora. Pero vienen en forma de pene, culos y tetas al aire, por solo 1.500 pesos. Toca devorarlos, prohibido refrigerarlos.
Disfunción
El constructo social en San Victorino se caracteriza por ser un universo donde convergen distintas etnias, intereses de comercio, necesidades de demanda, acentos, idiomas, policías, malhechores y estilos arquitectónicos. Calidad y originalidad, falsificaciones y contrabando, legalidad e ilegalidad, y muchas razas de perros callejeros que se relamen en medio del barullo estridente de las multitudes sin rostro. En un escenario así, a priori, se puede llegar a pensar que no hay un producto o mercancía que no se consiga. Desde una dosis de bazuco a una estatua de yeso de San Miguel Arcángel, soldado angelical contra demonios.
Es un espacio donde proliferan todo tipo de negocios. En un mundo donde abundan demonios en chaqueta de cuero o de denim, con bigotes de mariachi clásico, gomina y gafas oscuras, vigilando o a la expectativa de cualquier oportunidad de transacción criminal, que incluso, son tan católicos como para rezarle a San Miguel, se espera que no haya ningún tipo de prohibición, inhibición o tabú.
El entramado sociocultural que es San Victorino, es un reflejo realista y chocante de la sociedad colombiana, con todas sus virtudes y sus defectos. Los comerciantes resisten y perviven a la pobreza con el emprendimiento y los bríos para aguantarse tan agotadoras jornadas. Por otro lado, la cultura de la ilegalidad, la plata fácil y las adicciones, tienen su asidero en el amplio menú de delitos que se cometen en sus calles. Paradójicamente, aún en San Victorino, tan diverso y tan anárquico, hay tapujos y complejos.
Luego de un recorrido por todas las venas y arterias comerciales del microbarrio comercial, sin discriminar recoveco embaldosado o encharcado, por más de noventa minutos, y en medio de la lluvia, los empujones y la sensación de inseguridad siempre presente, solo se encontró un establecimiento especializado en el sexo y la industria del erotismo. Los otros dos espacios comerciales con este tipo de producto, se ubicaban: el primero al final de una perfumería, y el segundo, detrás de la caja registradora de una lencería esquinera. En ambos, los geles, vibradores y aceites se encuentran en minúsculas vitrinas.
La única sex shop convencional no se encuentra a pie de calle, sino en un centro comercial bastante laberíntico, en el que de un momento a otro no se sabe en qué piso se está. Ya sea en la segunda o tercera planta, en esta tienda, se consiguen látigos de 18.000 pesos en adelante y muñecas sexuales que pueden llegar a costar el millón de pesos. Estos artículos se encuentran exhibidos al lado de un montón de penes ficticios, que parecen una formación de ajedrez, donde el “Tulueño” es el rey. Este establecimiento “XXX” es un outsider que llega a levantar miradas de señalamiento y juicio, por señoras que andan buscando bisutería, telas o confeti.
Es sorpresivo que hasta en San Victorino se cuecen censuras, vetos y tabúes. En un lugar donde se cree que todos los antónimos se entrelazan y dan a luz un montón de problemáticas, conseguir artículos eróticos es más difícil que comprar un revólver, marihuana o dólares falsos. Indagar por las piñatas sexuales, de manera automática coloca miradas sobre el comprador. Algo no cuadra, y esta disfunción es tan colombiana, como el que barre el sucio bajo la alfombra o insulta al prójimo a los minutos de salir de misa.