Quiero iniciar contando tres momentos que han marcado duramente, hasta ahora, lo transcurrido de mi vida debido a la obesidad. Desde los ocho años era de mayor talla que el resto de mis compañeros de estudio, al punto que los uniformes del equipo infantil de fútbol de la escuela nunca me quedaron —una gran tribulación para un niño que le gustaba hacer goles, pero que solo era relegado al arco, no por un talento especial, sino porque cubría más espacio en la portería—. De joven sufrí el rechazo de una u otra muchacha que me gustaba —padecí el duro desprecio de varias: muchos fueron los no cuando descubría mis sentimientos a la chica pretendida y pocos fueron los sí, muy pocos, en honor a la verdad—. Ya adulto mis competencias profesionales eran menospreciadas por mi sobrepeso —sufría en silencio mi enfermedad, la cual era calificada como no incapacitante en los certificados médicos laborales que presentaba en las empresas a las que logré vincularme, pese a un hálito discriminatorio que percibía, generalmente, en las primeras fases del proceso de reclutamiento—.
El 24 de abril de 2017, juré ser radical con el padecimiento al que estaba sometido, diagnosticado, posteriormente, por mi médico tratante como Obesidad Extrema o Grado IV (la más alta y peligrosa de todas). Ese día desperdicié la oportunidad de presenciar el nacimiento de mi primera y hasta ahora única hija, porque no hubo una bata esterilizada en la que mis 140 kg entraran. Lloré en silencio. Sufrí callado porque, aun sabiendo que tenía algo que hacer con respecto a mi enfermedad, la soberbia, vanidad, terquedad y "autoestima" no permitían dejar verme derrotado delante de mi hermano menor, el residente de ginecología que daría soporte en la cesárea y quien había gestionado el permiso para ingresar a la sala de partos. Mientras mi esposa rompía fuente y se deshacía en dolores, mi obesidad destrozaba la indumentaria en la que intentaba meterme y estrellaba mi orgullo contra el duro y frío piso del tercer nivel del Hospital Universitario Mayor Méderi. En vano me pasaron cinco pantalones, tres no me quedaron y dos fueron rotos en las costuras laterales y traseras, perdiéndome así el momento más importante de mi vida.
La cirugía bariátrica llegó a mí un 25 de julio del mismo año en que nació Mariam. Después de un sinnúmero de exámenes me presenté decidido a la cita el día y hora agendados, un poco nervioso, pero muy motivado por mis acompañantes. No había marcha atrás y tampoco me lo permitirían. A la sala de operaciones entré pasadas las diez de la mañana y después de dos horas salí de ella con una derivación gástrica que aseguraba una radical reducción de peso. Fui disciplinado con los regímenes dietarios y de ejercicios impuestos en el tratamiento, caminaba, mínimo, seis kilómetros diarios: alistaba el GPS del celular, ponía la ruta y me aventuraba, con cautela, a hacer el recorrido. Nunca desfallecí en mi objetivo diario y cuando la visión se volvía negra, por alguna descompensación que sufría, me sentaba en el andén o me recostaba a algún poste de transmisión eléctrica cercano, tomaba un trago de Gatorade diluido al 50% en agua, respiraba hondo y lleno de ímpetu volvía a seguir mi rutina.
Lo más cruel del itinerario, literalmente, ocurría cuando pasaba por una calle donde una suerte de aromas se impregnaban en mi olfato. El olor a comida que se escapaba de las ventas callejeras y que sutilmente se untaba en el ambiente me enloquecía: chicharrones, empanadas, papas rellenas, arepas de huevo y, quizás el más tentador de todos, pan recién horneado. Me exponía a una verdadera tortura, por mi cabeza se desenvolvían recuerdos de un pasado glotón, salivaba desenfrenadamente, tenía que escupir de forma reiterada porque mi boca se desvanecía en agua ante aquellas tentaciones, pero estoicamente apretaba el paso y salía triunfante ante los silbidos de sirenas.
A mi casa llegaba exhausto y un poco mareado, con una bolsa donde tenía más de la mitad de la aliada principal de mi dieta, la sandía. La cual compraba para mitigar algún deseo provocador mientras caminaba. Tres pequeños mordiscos eran suficientes para saciar mi reducido estómago. Luego de guardarla en la nevera, un caldo acuoso me esperaba como almuerzo, la instrucción del postoperatorio era exacto, solo después de quince días podría probar sólidos gradualmente, de tal forma que el primer bocado de carne roja sucedió cuarenta y cinco días después de la cirugía. Como gran comedor de dulces, chucherías, fritos y harinas no me adaptaba a la dureza de lo que me enfrentaba. Un consomé de pollo o pescado, que más bien era el baño de María de una proteína animal, dio los golpes más contundentes y certeros a mi ansiedad durante dos semanas continuas, día tras día fue un sparring implacable que me tiró al suelo en diferentes oportunidades, pero no había otra opción, era una promesa que tenía que cumplirle a mi hija, la cual, quizás, sintiendo mi agonía frente a un insípido plato me acompañaba con su lloro desde un cuarto vecino, como diciéndome: ánimo papá, tú puedes. No te rindas. Cada una de esas cucharadas fue en honor a ella.
Las semanas continuaron pasando, el cronograma del nutriólogo indicaba que era el momento en que podía comer dos tipos de sólidos, papa en puré y huevo cocido. Confieso que después de dos bocados sentía una sensación de llenura infinita, apartaba con desprecio la comida y una especie de ira me invadía. Cuando intentaba una tercera cucharada las arcadas eran inmediatas, y el vómito incontenible se escapaba de mi boca antes de llegar al baño, en donde, bajo llave lloraba a escondidas, no podía dejarme ver derrotado. Durante los días siguientes la escena fue repetitiva y más compleja a medida que la dureza de la proteína animal aumentaba, la hora de comer era un descomunal suplicio y tratándose de carnes rojas era un auténtico castigo inquisidor, pero con el tiempo y a medida que avanzaba en las etapas los vómitos fueron desapareciendo paulatinamente como esos indeseables kilos de más que me enfermaban.
Hoy día cocino mi comida —aprendí viendo tutoriales en YouTube—, no como azúcar —o muy poca como paliativo ante alguna descompensación que repentinamente aparece— y cuando se me antoja un refresco bebo uno cero calorías. Las harinas son controladas al máximo —en casa, por ejemplo, se come arroz una vez por semana— y el gusto excesivo por las frituras son cosas del pasado. El proceso ha sido difícil, la adicción a la comida puede llegar a ser tan compleja como cualquier otra y el principal soporte para superarlo es la familia. Todos continúan preguntándome cómo voy, aún después de tanto tiempo, saben que es una lucha que no puede dejarse de lado. Mi esposa ha tomado el toro por los cachos y cumple con igual disciplina el mismo régimen dietario mío y jamás muestra indisposición ante el reto. Hoy, luego de tres años y de haber llegado a casi la mitad de mi peso inicial, no canto victoria. El pensamiento de obeso no desaparece y debo estar atento ante cualquier evento que dispare mi ansiedad, pero mientras haya un motivo llamado Mariam, y lo que ella representa, habrán ganas de triunfar ante el desafío diario de esta lucha.