En los primeros días de la famosa cuarentena, llamé a la policía para notificarles que circulaban por mi barrio unos vendedores de alimentos que estaban poniendo en grave riesgo de contagio a la ciudadanía, pero en el sexto llamado me contestaron que no harían nada porque esas personas eran pobres. Es decir, que yo era un desconsiderado y que debía entender que, ellos como autoridad, podían establecer sus excepciones al decreto presidencial. En consecuencia, dejé de insistir porque recordé que vivía en un país anómalo donde cada cual cree que puede hacer lo que le venga en gana y donde los gobernantes actúan del lado las mafias, cualquiera sea su tipo.
Ciertamente que escribir sobre la corrupción de los que ejercen el poder es cosa fácil, pero también deberíamos mirar hacia abajo porque existe una imagen tan romántica y equivocada de los pobres, que si no la superamos, jamás saldremos del atolladero en el que nos hemos metido. La pobreza es un concepto problemático porque es correlativo, depende de la comparación de unos individuos con otros, varía según el espacio social que examinemos y va cambiando en el curso del tiempo. Antaño, el estereotipo del pobre era un individuo como Don Quijote: flaco, andrajoso y con un rocín-ante. Pero ahora, sin negar los casos dramáticos que extrema miseria que vemos en La Guajira y el Chocó, muchos individuos que denominamos pobres tienen subsidios del Estado, ropa de marca, obesidad mórbida, celular, moto y en ocasiones hasta carro propio para piratear.
Desde la teoría, todos quisiéramos que las personas no pasaran hambre y contaran con los elementos básicos para llevar una vida digna, pero no hay acuerdo sobre cómo lograrlo. Algunos gobernantes han venido erradicando la pobreza por medio del maquillado de las estadísticas del Dane, la mayoría de las personas creen que la desigualdad se soluciona con caridad o asistencialismo y otros consideran que la tarea es luchar colectivamente por la justicia social. La caridad es más popular porque tiene dos ventajas, alivia la “culpa” del que da y es funcional al sistema, porque al no tocar las razones de la inequidad perpetúa las condiciones de explotación.
Mi amiga Claudia, por ejemplo, tiene un tarrito de monedas en su elegante automóvil para darle dos moneditas a cada mendigo que se le acerca, así ella siente que hace algo bueno, evita que le dañen la pintura y refuerza su rol de dama caritativa. Cierto día ella le dio a un niño que estaba en el semáforo un par de zapatos nuevos y a la semana siguiente, con ingenuidad, le preguntó por qué no los usaba. Si fuera una persona analítica y no hubiera votado por los que convirtieron salud y la educación en un negocio, se habría dado cuenta que el pequeño no podía hacerlo por cuanto la explotación infantil funciona con la imagen del mendigo convencional.
De la misma forma, infinidad de personas dicen que apoyando las ventas callejeras le están haciendo un bien al prójimo, pero muchas veces lo hacen por ventajismo propio e ignoran que así le hacen un enorme daño al país, pues el fomento de la informalidad es como un bumerang que puede incluso castigar al que lo lanza. Los cientos de muertos que deja la receptación de artículos robados como los celulares y los efectos del contrabando sobre el fisco y la moralidad pública, son solo unos ejemplos de lo que digo. Además si se escuchan con atención los argumentos de los vendedores informales, notarán que la lógica dice: “Yo me aprovecho del patrimonio público, degrado las zonas verdes con mi moto, robo energía, pongo en riesgo la salud y la comodidad de los demás, porque mi “necesidad” está por encima de todo”. Claro, a nadie le extraña porque hemos asimilado del capitalismo salvaje el principio de que cada cual haga dinero como pueda y hasta donde quiera.
La otra forma de luchar contra la pobreza consiste en instaurar principios de justicia social. El problema es que eso es mucho más difícil de lograr porque solo se consigue con ciudadanos políticamente conscientes y comprometidos en el esfuerzo organizativo-colectivo. Colombia es una nación rica y estamos en capacidad de logar para todos una vida austera con: trabajo, una pensión básica, servicios de salud y educación de calidad, e incluso para las grandes ciudades transporte público gratuito. Todo lo que tenemos que hacer es organizarnos de otra forma y derrotar la inequidad que nos han impuesto los promotores de la teoría del emprendimiento con sus exaltaciones al lucro individual y el éxito.