A lo largo de mi vida he tenido experiencias de primera mano acerca de las limitaciones de esta medicina, de sus reiterados fracasos con enfermedades crónicas o sistémicas tales como el asma, las alergias o el cáncer.
Por eso, preocupan las declaraciones de un exrector de la U. Nacional en el sentido de que es preciso eliminar los programas académicos de la universidad relacionados con la referida práctica homeopática, por cuanto “no está respaldada por estudios científicos”.
Dichas declaraciones son preocupantes al menos en dos sentidos. En primer lugar, denotan un marcado sesgo hacia los tratamientos médicos actualmente denominados “científicos”, que en el fondo están basados en una visión química de la enfermedad y del proceso de sanación. Las terapéuticas químicas son relativamente recientes en la historia de la humanidad, frente a tratamientos más antiguos que incluyen entre otros la acupuntura, la medicina herbolaria y la homeopatía. Aunque sus avances en los últimos tiempos han sido notables, en lo que atañe a enfermedades crónicas este enfoque químico tampoco tiene el respaldo de estudios científicos distintos a los financiados por las grandes empresas químico-farmacéuticas. Tal es el caso, por ejemplo, de las quimioterapias. Sin embargo, pocos en las comunidades médica o académica se atreven a cuestionar su “cientificidad”. ¿Manes del dinero con que esas empresas irrigan dichas comunidades?
Segundo, más allá del debate médico, está lo que podemos considerar “científico”. Me atrevo a afirmar que para el verdadero espíritu científico si la vida no concuerda con los protocolos, lo que hay que revisar no es la vida, sino ¡los protocolos! Esta ha sido la actitud de todos aquellos seres humanos que han contribuido a ese patrimonio que denominamos ciencia. Pero que deja de serlo cuando la actitud es la de preferir los protocolos por encima de hechos constatables vivencialmente (así no sea por “tests doble-ciego”). Entonces, ya nos ubicamos en el campo de las ortodoxias, por muy “científicas” que clamen ser.
Sucesos en la historia del conocimiento humano muestran una y otra vez que este es el caso. El más reciente que puedo citar es el siguiente: En los años setentas u ochentas, algún premio Nobel de física afirmaba públicamente que estábamos cerca del “fin de la ciencia”, por cuanto pronto se lograría una teoría unificada de la física. En contraste, el avance más notable de esta ciencia en las últimas décadas ha sido mostrar que toda nuestra ciencia apenas si puede dar cuenta de menos del 5% del universo en que vivimos. Además, me pregunto si términos como “energía oscura”, “materia oscura” serían considerados “científicos” por aquel premio Nobel y sus contemporáneos. ¿Consideramos hoy “científico” el término “éter”, en boga en la física de comienzos del siglo XX?
Actitudes arrogantes han producido episodios de choque entre la ortodoxia y el avance del conocimiento, que han incluido, entre otros, sacrificar en la hoguera a Giordano Bruno, o amenazar a Galileo, o el ya citado de anunciar el fin de la empresa científica, o, como en el caso que nos ocupa, condenar al destierro de la academia a prácticas que tienen su sustento en la práctica (¡valga la redundancia!).
Los períodos de más notorios avances científicos han ocurrido en épocas de tolerancia, de convivencia entre distintas escuelas de pensamiento, de creencias dispares que se nutren mutuamente, como ocurrió en la Persia aqueménida, en la India de los Guptas, en los califatos Omeyas, en el renacimiento italiano… incluso contemporáneamente, en el CERN de Ginebra.
Confiemos en que el corpus académico de nuestra principal universidad actúe en este caso con la humildad “que hace verdaderos sabios” y no con el arrogante baculazo de la ortodoxia.