La percepción del COVID-19 ha cambiado vertiginosamente desde que empezó la pandemia. Esa metamorfosis tiene que ver con el nivel del miedo que la enfermedad genera, un miedo que funciona con unas dinámicas que a veces no tienen que ver con la lógica; es decir, hace poco más de un año, cuando no teníamos noticias de personas fallecidas, estábamos más asustados que ahora, cuando en las UCI de los hospitales ya no cabe un enfermo más y el número de muertos diarios no baja de 600.
La misa a escondidas
Un ejemplo es lo del cura aquel de la Iglesia de Santo Domingo aquí en Popayán, crucificado por la opinión pública porque celebraba misas "subversivas" en plena pandemia, a las que asistía un puñado de feligreses. El hecho registrado por un tristemente célebre reportero que tuvo la "osadía" de meter un teléfono celular al templo y filmar una de estas eucaristías generó un gran escándalo, incluso llegó a replicarse en medios nacionales. ¡Por Dios!, pusieron el grito en el cielo muchos (nunca mejor dicho). ¡Qué temeridad, qué acto de irresponsabilidad, qué inconsciencia! En fin, muchos enemigos de la fe aprovecharon para atacar a la iglesia, se llegó decir que Santo Domingo era un auténtico foco de infección.
Hubo tanto ruido y reproche social que el sacerdote fue llamado a cuentas ante sus jefes. Y en ese tiempo aún no había enfermos ni muertos, pero sí mucho miedo, desconocimiento e incertidumbre, y claro, sobre todo, no había ni esperanzas de vacuna. A ver ahora, un año después, a quién le importa la historia del cura dando misa a escondidas con las discotecas, las calles a reventar, y los enfermos haciendo cola para una cama UCI.
Unos días divinos
La diferencia entre uno y otro momento es sin duda el nivel del miedo, aunque de vez en cuando nos sobrecogemos cuando muere algún conocido, el impulso vital se impone. Lejos quedaron los tiempos del insomnio y del encierro, cuando el temor a una muerte inminente alcanzó el pico máximo. Cuando nos enfrentamos a los mismos miedos del hombre antiguo, a las fieras acechantes, a la oscuridad. Nos convertimos durante unos días trágicos y de alguna manera divinos, en aquel hombre cuyo hálito podía desaparecer de la faz de la tierra en un instante cualquiera; en el lance cotidiano contra la bestia que tenía que cazar para saciar a su prole hambrienta; aquel a quien un zarpazo sorpresivo le quemó la piel, le robó el ímpetu y lo fue empujando, delicadamente, a un cálido lecho vegetal, desde donde contempló por última vez la noche estrellada y profunda, su mano ensangrentada, las fauces sanguinolentas, la mirada implacable.