Hay que decirlo sin rodeos, México es uno de los países más chauvinistas de América del Sur, la sociedad se siente muy identificada con el origen Maya y Azteca, de su cultura sincrética, por eso es un paradigma para otras naciones. Es usual que el Día de Muertos, las mujeres utilicen el disfraz de La Catrina, ícono de la cultura popular. Por esa razón, desde época milenaria son adoradores y honran la memoria de los difuntos, no bajo la óptica de una tragedia o dolor sino que consideran que es continuidad de la vida en el más allá, por eso celebran con jolgorio el día de las ánimas, espíritus o muertos.
Los cementerios son el epicentro de encuentros familiares, las tumbas se iluminan con velas y se adornan con papel de muchos colores y flores de cempasúchil, se extienden manteles de colores y se sirve la cena.
Las historias de los cementerios como epicentro de fantasmas son innumerables. Las apariciones intempestivas a cualquier hora de la noche de figuras fantasmales es uno de los enigmas mas apasionantes que aterran a las personas del común; sin embargo, para los mexicanos, es algo normal por el alto grado de espiritualidad que practican. La nigromancia es la disciplina que invoca a los espíritus para pedirles conocimientos o favores. Saberes y poderes.
La magia, en inglés, suele llamarse 'art': arte. En castellano, a un acto de magia se le da el nombre popular de “trabajo”. El acto preparativo de trance para invocar un espíritu o fantasma demanda tiempo y trabajo. La escritora Mariana Enríquez está acostumbrada a pasear por los cementerios del mundo, como nos relató en Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama), es decir, nos habla con conocimiento de causa.
Convertida hoy en una de las escritoras de terror más relevantes de la actualidad, con títulos como Las cosas que perdimos en el fuego y Nuestra parte de noche, sus textos están poseídos de espectros, huesos y desaparecidos que se pasean libremente entre sus páginas. Invocar a los espectros acarrea un esfuerzo. Mariana Enríquez ha traspasado los límites entre el mundo de los vivos y de los muertos para hablarnos de violencia y de trauma, de venganza y de rabia. El fenómeno, no obstante, no es nuevo.
En Latinoamérica, por ejemplo, siempre ha habido escritoras trabajando con el miedo, la violencia, el daño y la crueldad, como Armonía Somers, María Luisa Bombal, Alejandra Pizarnik, Inés Arredondo o Amparo Dávila.
Desde el escritor griego Homero, la literatura fantástica o de ficción, hasta nuestros días, siempre ha apasionado a los lectores; pero desde una óptica distinta a la del terror, como si esta última no fuera verdadera literatura porque a priori se dice que se trabaja temas menos serios cuando, ¿qué puede haber más solemne que la emoción del miedo que es lo que nos determina y básicamente lo que se convierte en una especie de brújula en nuestras sociedades y temperamento emocional?
Algunos escritores consideran que enfrentarse a este tipo de literatura conlleva todo un desafío. No es fácil, conseguir que una persona se abstraiga tanto, que no solo se crea la historia que está leyendo, sino que sienta el miedo hasta el punto de necesitar encender la luz, contemplar su alrededor, y mirar los espejos o debajo de la cama, aguantando el susto. Algunos lectores son propensos a estos dramas del más allá, a las historias macabras; que las lleven o las atraigan a asustarse y sentir cosas viscerales.
Me atrae el terror por las posibilidades de contar el trauma de una manera no literal que, sin embargo, ayuda a que esa historia se vuelva real, paradójicamente; y por medio de la ficción, se logra que se identifique con un personaje que es sometido a torturas por un poder inexplicable de ultratumba, las apariciones ocasionales, los huesos, las desapariciones de cosas, los fantasmas que tienen algo no resuelto y se quedan en el plano terrenal humano y real.
Normalmente ese algo no resuelto tiene que ver con la violencia, con que fueron asesinados o los asesinos. El terror permite una narrativa del mal que no permiten otros géneros más literales y más miméticos con la realidad.
Precisamente las historias de los fantasmas, siempre se nutren de las tradiciones populares para encantar la casa de la abuela, en la que los niños incautos e ingenuos, escuchan cándidamente narraciones tensas y estremecedoras, que se ocupa de los espectros, la violencia y la soledad con naturalidad, como si las brujas le hubiesen contado esta lúcida y terrible pesadilla. Un ejemplo patético lo encontramos en Cien años de soledad. Algunos consideran que son historias ficticias.
En la casa de mi abuela materna, en las noches tropicales, las historias de fantasmas era algo común. Yo también creo que hay formas de comunicarse con ellos, en algunos miembros de mi familia es algo habitual. La abuela o abuelo, narraban episodios macabros y desconcertantes con mucha naturalidad. Estos recuerdos son subyugantes, atraen la curiosidad, tal vez porque el terror es un evento momentáneo.
Al menos el lector prefiere “algo menos obsceno”, o “Las fobias, el oscuro objeto del deseo o el asco existencial son emociones oscuras al alcance de cualquiera”; quizá inconscientemente fue esto lo que me llevó a escribir la novela “La agonía de un adolescente”. Existe la creencias que las personas que viven cerca de un cementerios son fácilmente poseídas de espíritus perversos o mundanos que no han descarnado, y causan daño o perturbaciones psicológicas; otras parecen no inmutarse y con cierto regocijo admiten que han vivido a doscientos metros de un cementerio durante más de veinte años, y no le perturban los muertos en su vida cotidiana.
Aunque, al contrario, de aquellos que reniegan la vida paranormal, existen expertos en manifestar que, el asombro depende de la percepción o la capacidad de imaginar. Cada cual oculta con esmero a su demonio. Y cuando aparece el costado criminal de algún vecino que pensábamos inocuo nos sorprende. Lo calificamos de monstruo. Era un ciudadano retentivo, no más. Alguien a la espera de perder el disfraz. Algún lector, recordara que en Pedro Páramo, desde La amortajada, y otras historias de Juan Rulfo siempre la muerte está presente, porque es mexicano, y por tanto él consideró que trabajar en ese territorio no debería considerarse novedad.
De Igual, no existe una demarcación exacta entre lo vivo y lo muerto, porque no hay vida sin muerte y viceversa. La literatura no puede prescindir de esa contradicción. En cuanto a lo fantasmagórico, toda escritura lo es, en la medida en que damos vida a seres inexistentes, hechos de lenguaje.
Apariciones sin materia, pero con voz capaces de instalar su discurso durante generaciones. El miedo no ocurre en la noche macabra de los muertos, como en halloween, sino que también está en el terror de vivir en sociedades donde la desigualdad y la estructura colonial todavía se mantienen. Un exponente colombiano es el escritor Mario Mendoza, con la novela Los hombres invisibles. Eso genera mucho dolor social, lo que da paso a la crueldad y al horror.
Existen personas que están expuestas a todos esos daños corporales y espirituales. Cómo no escribir sobre todo aquello que te está pasando en la piel, que te está sucediendo en la carne, es imposible, la escritura es eso, la palabra está encarnada también en el espíritu de los muertos.