La noche en la que Mancuso convirtió en un infierno a Tibú

La noche en la que Mancuso convirtió en un infierno a Tibú

Clara Edilia sobrevivió a la masacre del 2000 y cuenta el horror tras la incursión de los paras. Veintiún años después nada ha cambiado en Norte de Santander

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octubre 12, 2021
La noche en la que Mancuso convirtió en un infierno a Tibú

“A José Hilario lo sacaron a las 10 de la mañana de un 6 de abril del 2000, lo recuerdo como si fuera hoy”. Clara Edilia Paradaju tiene una edad indeterminada. Las arrugas le surcan el rostro no como indicio del paso del tiempo sino como marcas que se le hubieran pegado a la cara. Las marcas del dolor. Le dijeron que a José Hilario, su esposo, se lo iban a demorar una media horita y en eso los señores de las Autodefensas fueron bastante cumplidos “porque justo a la media hora comenzamos a escuchar la balacera”. No era la primera vez que ella y su hijo Islendy habían escuchado disparos. A ellos la violencia los había sacado de su finca en Morro Frío, un corregimiento a un par de horas a pie de La Gabarra. “Teníamos una finca que nos daba para vivir, de ella vivíamos hasta que nos sacaron una noche, nos fuimos con lo que teníamos al bohío de los indios en La Misión. Allí pasamos la noche muertos del susto esperando que nos fueran a matar, afortunadamente, un señor nos sacó hasta Versalles y de allí llegamos a pie al casco urbano de Tibú”.

Llegaron al Barrio de la Unión un 7 de noviembre de 1999. José Hilario, natural de Convención, había logrado ahorrar una buena cantidad de dinero, la suficiente para comprar la casa donde todavía es recordado por su viuda. “Después de escuchar los disparos salimos y desde la esquina pude ver los cuerpos de las 13 personas regadas por el suelo. Jairo, un vecino, fue el que me dijo, a José Hilario lo mataron, pero todavía está vivo, era su forma de decirme que estaba herido”. A Clara Edilia todavía le llama la atención la manera tan cortés como estos uniformados le solicitaron el asistir a la reunión. “A José Hilario no le temblaron las piernas para ir a encontrarse con esos bandidos, yo me imagino que tampoco tembló cuando sintió las ráfagas que penetraron su cuerpo”. Ese día las Autodefensas Unidas de Colombia asesinaron, además de las trece personas que murieron en La Unión, siete personas más en el Barrio El Triunfo.

Quien visite el cementerio de Tibú se dará cuenta de todo el dolor que ha pasado por este pueblo. En la parte de atrás se dejan ver cientos de cruces enclenques sin ningún nombre que los identifique. Crisóstomo, el sepulturero del pueblo, nos explica que, si bien una parte le pertenece a los viejitos del ancianato que día a día fallecen, la gran mayoría pertenecen a las personas jóvenes que apenas empezaban a vivir, que no han podido ser identificadas por haber sido asesinadas en masa, sistemáticamente sacadas del sistema como si fueran sombreros pasados de moda. “A veces llega un señor con una orden diciendo que debo desenterrar a alguien de la fosa común porque resulta que al bulto de carne le salió un doliente”. Le preguntamos si le duele mucho su trabajo, si no quisiera conseguir un trabajo menos duro, pero Crisóstomo no nos entiende, el calor asfixiante y la presencia constante de la muerte por bala, por hambre, por nada, lo ha aturdido.

A Tibú le pasó lo de muchos lugares que por su riqueza cayó sobre ellos una maldición. Los pocos pobladores que habitaban la zona se sorprendieron cuando en 1945 las máquinas de la Colombian Petroleum Company arrasaron con la selva y con sus improvisadas casas para sembrar allí una ciudad. Aunque más que ciudad lo que querían los gringos era una base, una fachada para extraer como sanguijuelas todo el petróleo que sus carros necesitaban para andar por las futuristas autopistas que había en su país. Desde entonces una estela de asesinatos ha perseguido como una sombra a Tibú y sus alrededores. Después del petróleo vino la necesidad de enriquecerse con la miseria ajena y los cultivos de coca empezaron a asentarse en localidades cercanas como El Tarra o La Gabarra. En 1999 en este último corregimiento las Autodefensas asesinaron a más de 120 campesinos. El número de muertos de esas semanas de sangre aún no se ha determinado. Clara fue una superviviente, Hilario también, pero los tentáculos de las AUC llegaron hasta él pocos meses después de la masacre. A ella en 1992, cuando vivía en la Vereda el Suspiro a escasos minutos de La Gabarra, el Comandante de la Brigada Móvil Número 4 de apellido Garnica le advirtió que no sembraran más cosas porque “acá se va a formar la grande de un momento a otro y ustedes van a ser los más perjudicados”. La fuerza pública sabía lo que iba a pasar, eso es un hecho constatado.

Del 2000 al 2005 Clara se encerró en su casa a matarse de llanto. Ya no quería seguir viviendo. El pelo se le encaneció completamente y solo salía esporádicamente a visitar la finca que todavía les pertenecía en Morro Frío. “Era terrible, como si quisiera hacerme daño a mí misma porque yo todavía veía las paredes de la casa pintadas por él y en los rincones se dejaba ver un corazón pintado a lápiz con el nombre mío y el de Hilario”.

Después de cinco años pudo mirar para adelante, conoció a un hombre y se fueron a vivir otra vez a Morro Frío con su hijo Jonathan, pero el experimento fracasó dos años después. “No nos comprendimos, a lo mejor fue culpa mía a lo mejor nunca podré sacarme a Hilario de la cabeza”. En 2008 volvió a quedarse sola y sintió que la herida sanaba, que no necesitaba otra persona para curarse del dolor y que lo mejor era preocuparse porque casos como el de su compañero nunca más vuelvan a suceder. “La mejor forma para evitar que esto siga pasando es dejando claro que la muerte de ellos no ha sido en vano, por eso me he encargado, entre otras cosas, de preservar su memoria, la memoria de los caídos”.

En el año 2008 se vinculó con la organización Minga y empezó a trabajar en el proyecto de crear un Museo de la Memoria. El primer paso, precario como cualquier inicio, fue hacer en la alcaldía del municipio un muro donde están los nombres de los caídos. El otro paso fue poner una placa donde fueron asesinadas las trece personas que cayeron con José Hilario esa mañana del 6 de abril del 2000. Lo que las balas y los tanques no han podido hacer de pronto se concrete con esta rebeldía de decenas de mujeres que no quieren que el paso del tiempo carcoma el recuerdo de sus esposos, hijos o amigos masacrados en esta guerra sin sentido.

AMEDIVIC es una Corporación creada por la memoria del Catatumbo, ya tienen su primer libro, que por supuesto ha sido ignorado por el grueso de la población urbana, pero que para mujeres como Clara se ha constituido como una forma de hacer catarsis, de desahogar su rabia y además de encausar sus vidas en un objetivo, “porque lo terrible de cuando pierdes de esa forma a un ser querido es que tú también en cierta forma te mueres con él”, me dijo sin que le temblara la voz. Hacer la galería, colaborar con el libro, ayudarles a las mujeres que como ella perdieron lo que más amaban en el mundo por culpa de los violentos ha sido la manera que ha encontrado para comunicarse con José Hilario, “para sentir que todavía está vivo y que todavía me ama”.

Clara no es una persona triste o apagada, al contrario, es conocida por su alegría en cada reunión, en cada encuentro. Su personalidad arrolladora es un bastión fundamental para la lucha que tienen muchas mujeres en la zona del Catatumbo que esperan continuar con sus vidas a pesar de las innumerables desgracias a las que se han enfrentado. En un país de machistas, donde las mujeres todavía son tomadas como botín en esta guerra absurda, Clara reivindica la lucha de miles de personas que necesitan lavar sus heridas, levantar la cabeza y superar lo perdido, la amargura de lo perdido, la tristeza de no volver a ver jamás el rostro amado.

Y las heridas siguen abiertas. Alguna vez fueron los paras y ahora son las disidencias Farc los que, a falta de Estado, se toman el trabajo de hacer justicia por mano propia. El horror quedó ahí, en el cuerpo de los dos niños asesinados por los hombres de John Mechas. Es como si el tiempo se repitiera siempre, como si fuera una serpiente que se muerde la cola.

 

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