Todo había empezado esa tarde en el Palacio de Bellas Artes, donde Carlos Fuentes acababa de dar una conferencia sobre su reciente novela Cambio de piel y había rendido al final un homenaje público a sus mejores amigos, confesando su aprecio, entre otros, por García Márquez, a quien me ligan tanto nuestros ritos dominicales como mi admiración por su antigua sabiduría de aedo de Aracataca. Al término de la charla, Álvaro Mutis invitó a su casa a varios amigos: Carlos Fuentes y Rita Macedo, Gabriel y Mercedes García Márquez, Jomí García Ascot y María Luisa Elío, Elena Garro, Fernando Benítez, Fernando del Paso, hasta conformar un grupo de diez o doce personas. Inspirado por el ambiente, a la salida de Bellas Artes, García Márquez empezó a contarles las historias de los Buendía, en la calle, en el coche, en las escaleras, hasta que llegaron al apartamento de Mutis en Río Amoy, donde la conversación, como ocurre en estos casos, se convirtió en una pequeña babelia.
Pero entre los oyentes del aedo de Aracataca había uno insaciable, la española María Luisa Elío, quien logró que aquél le contara durante tres o cuatro horas la novela completa. Cuando el escritor le refirió la historia del cura que levita, su oyente salió del encantamiento y le lanzó la primera pregunta de incredulidad: Pero levita de verdad, Gabriel?. Entonces él le dio una explicación todavía más fantástica: Ten en cuenta que no estaba tomando té, sino chocolate a la española. Al ver a su oyente subyugada, el aedo de Aracataca le preguntó si le gustaba la novela, y María Luisa simplemente le contestó: Si escribes eso, será una locura, una maravillosa locura. Pues es tuya, le dijo él. (...) Es posible que, como recordaría Alfonso Fuenmayor, fuera por esos días cuando el escritor realizó uno de sus viajes a Barranquilla, con el propósito de recoger información complementaria, recuperar el olor de la guayaba y estar con sus familiares y amigos. Sin embargo, y contra el propósito inicial de quedarse un mes, a la semana cambió de idea y regresó a México. Cuando Fuenmayor le recordó que eso no era lo prometido, García Márquez le dijo que tenía que regresar porque la noche anterior había visto tan clara la novela (titulada aún La casa), que estaba en condiciones de dictarla palabra por palabra a una mecanógrafa.
En el barco de Cartagena a Veracruz, la novela se le fue aclarando cada vez más, pero al llegar a México persistía todavía el problema de fondo: el tono. Debió de ser entonces cuando el escritor, ya medio enajenado, emprendió con su familia aquel breve viaje de vacaciones a Acapulco, durante el cual se le reveló de golpe, mientras conducía su Opel blanco, la forma como debía escribir su lejana novela-río, la misma que había empezado en unas tiras largas de papel periódico en Cartagena de Indias a mediados de 1948. Puesto que necesitaba un tono absolutamente convincente que hiciera verosímil el heterogéneo mundo de Macondo, comprendió de pronto que la solución del problema estaba en el origen: Cien años de soledad debía ser narrada con la misma cara de palo con que su abuela Tranquilina Iguarán Cotes le contaba de niño las historias fantásticas, que era la misma con la cual él recordaba haber visto a su tía Francisca Cimodosea Mejía impartiendo órdenes a un grupo de niños para que hicieran una hoguera en el patio de la casa de Aracataca y quemaran un huevo de basilisco. Por supuesto, era también la misma cara de palo con que Juan Rulfo había poblado Comala de un hervidero de ánimas que van y vienen. Paralelamente a la solución del tono, el escritor vio claro adónde había estado intentando llegar desde que escribió su primer cuento: no sólo a la casa en donde había nacido, sino a los instantes perdidos en que su abuelo lo llevaba de la mano al circo, al cine, a misa o de paseo. En realidad, había estado intentando llegar mucho más allá, y la solución del tono venía resolviéndose de forma natural y coherente en sus narraciones anteriores.
El intento de encierro a cal y canto para emprender su más largo y definitivo viaje fracasó a los pocos días por los compromisos que lo tenían atado al cine y la publicidad. Estos llegaron a ser un engorro tan grande, que frenaron su fiebre creadora y el escritor fue atacado durante semanas por fuertes dolores de cabeza, pues tenía el cuerpo y el alma absolutamente colonizados por la novela. Entonces se apartó de la vida social, de los grupos literarios y cinematográficos, parlamentó con sus jefes y se zafó de los trabajos alimenticios. Emilio García Riera, el guionista de En este pueblo no hay ladrones, recordaría que a él le tocó reemplazarlo como copy en Walter Thompson, y que cuando se despidió les dijo que lo iban a ver muy poco, que se iba a encerrar a escribir una novela, a jugársela a fondo. García Márquez habló con Alvaro Mutis para que le echara una mano, y entre los ahorros que tenía y algo que le dejó su amigo, logró juntar cinco mil dólares que fueron a parar a las manos de Mercedes, con el ruego de que se hiciera cargo de todo y que no lo fuera a molestar para nada durante al menos los seis meses que iba a estar encerrado escribiendo la novela. En realidad, iban a ser catorce. (...) Pero no todo fue diversión para el demiurgo escritor. Algunos de los momentos más graves de su vida los padeció durante su encierro en La Cueva de la Mafia.
La muerte del coronel Aureliano Buendía, por ejemplo, es apenas comparable a aquella funesta tarde de enero de 1943 en que, recién llegado a Bogotá con dieciséis años escasos, tuvo que llorar de desolación en la avenida Jiménez de Quesada, frente a la Gobernación, o a aquel día de octubre de 1972 en que lloraría sin continencia en Barcelona la muerte de su amigo Alvaro Cepeda Samudio, el más estruendoso y vital de los mamadores de gallo de La Cueva. En la evolución natural de la historia, el coronel Aureliano Buendía se había hecho viejo después de promover y perder treinta y dos guerras, tener diecisiete hijos de mujeres distintas y sobrevivir a un pelotón de fusilamiento, a un intento de suicidio y a una carga de estricnina capaz de matar a un caballo. Cuando cayó en el círculo vicioso de su soledad, fabricando pescaditos de oro para fundirlos y volver a fabricarlos, García Márquez comprendió que, en realidad, estaba aplazando uno de los momentos más difíciles de su vida: darle muerte al coronel Aureliano Buendía. Como siempre había querido escribir un relato que describiera minuciosamente momento a momento un día en la vida de una persona hasta que muere (tal vez por el contagio del Ulises y Mrs. Dalloway), trató de darle esta solución literaria a la muerte de su personaje, pero se dio cuenta enseguida de que el libro se le convertía en otra cosa. Entonces optó por la más simple: que muriera orinando al pie del castaño. En realidad, era la muerte que le tenía predestinada, pues durante muchos años supo que un viejo militar de la guerra civil moriría orinando debajo de un árbol. Entonces, una lluviosa mañana de octubre (que es siempre en sus novelas el mes más cruel) el coronel Aureliano Buendía fue al castaño pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó con la frente apoyada en el tronco del castaño. Esa tarde subió al cuarto del dormitorio donde Mercedes hacía la siesta, le comunicó la muerte del coronel, se acostó a su lado y estuvo llorando dos horas. Poco después, cuando fue a la casa de Jomí García Ascot y María Luisa Elío, llegó con el semblante lívido, todavía descompuesto, y ellos le preguntaron que qué le pasaba, y él les dijo: Acabo de matar al coronel Aureliano Buendía. (...) Sin embargo, el momento de mayor desconcierto lo padeció cuando la novela tocó a su fin.
Después de tantos meses de haber estado conviviendo día y noche con sus creaturas de ficción, un día de mediados de 1966 el escritor sintió que la historia de Macondo y los Buendía llegaba naturalmente a su fin, que aquél era el último día de trabajo, pero las cosas se precipitaron de pronto como a las once de la mañana. Como Mercedes no estaba en casa, ni encontró por teléfono a ninguno de sus amigos cómplices para contárselo, se sintió desconcertado, y no supo qué hacer con el tiempo que le sobraba, así que estuvo tratando de inventar algo para poder vivir hasta las tres de la tarde. Un año después confesaría que, tras la escritura de Cien años de soledad, se había sentido vacío, como si hubieran muerto mis amigos.
Tal era el estado de colonización absoluto que Macondo y sus personajes llegaron a ejercer en el escritor. Y si no hubiese sido por la pobreza de los últimos meses, la enajenación hubiera continuado probablemente hasta marzo o abril de 1967 (como el mismo escritor se lo había anticipado a Luis Harss en su carta de noviembre de 1965), pues tuvo que recortar dos generaciones de Buendía, dejar algún otro personaje de lado, suprimir varios episodios y dejar algunos cabos sueltos, porque le debía seis meses de alquiler al casero, la carne de por lo menos otros tantos meses al carnicero y tenía casi todo empeñado.
Con la misma naturalidad con que había administrado los meses de abundancia, Mercedes había conseguido administrar esos meses de escasez de 1966 (sólo comparables a los que había pasado el escritor en París en 1956, curiosamente mientras escribía su otra obra maestra, El coronel no tiene quien le escriba). Cuando su esposo le entregó los cinco mil dólares a mediados del año anterior, Mercedes se las ingenió para alargarlos hasta los seis meses que él le había dicho que estaría escribiendo la novela, pero cuando se acabaron y vio que la novela apenas iba por la mitad, le dijo que no había nada que hacer. Entonces García Márquez tomó su Opel blanco, que había comprado con el premio de La mala hora, se fue al Monte de Piedad y regresó a pie con el importe de su empeño. En realidad, tampoco el dinero del coche duró más de tres o cuatro meses. Pero Mercedes sabía que, aunque fuera por una razón tan poderosa, no debía molestar a su marido recordándole sus obligaciones cada vez que se acabara el dinero. Así que empezó a empeñar algunas joyas, el televisor, la radio, hasta quedarse sólo con tres últimas posiciones militares: su secador de pelo, la batidora con que le preparaba el alimento a los niños y el calentador que le servía a su marido para escribir en las frías mañanas y noches de la ciudad, pues México es un refrigerador con un radiador dentro. Mientras tapaba huecos con el empeño de esto y de lo otro (sin que le faltaran nunca quinientas cuartillas de papel periódico al escritor), Mercedes, con su ángel particular, había logrado también que don Felipe, el carnicero del barrio, les fiara la carne, y que Luis Coudurier, el dueño de la casa, les fiara el alquiler. (...) Sin embargo, y pese a la confianza plena en el talento de su marido, ésa no parecía ser la convicción de Mercedes Barcha cuando fueron a la oficina de correos a enviar el manuscrito a la editorial de Buenos Aires.
Después de varios meses de haberlo estado vendiendo, empeñando y prestando casi todo, habían terminado por parecer un par de náufragos de la supervivencia cotidiana. García Márquez no olvidaría la imagen de Mercedes buscando en su cartera los improbables pesos mexicanos cuando el funcionario de correos les dijo que el paquete costaba ochenta y dos pesos. Como no tenían más de cincuenta, dividieron las quinientas noventa cuartillas por la mitad y enviaron los diez primeros capítulos. Luego se fueron a casa, agarraron las tres últimas posiciones militares: el secador de ella, el calentador de él y la batidora, se fueron al Monte de Piedad y las empeñaron por unos cincuenta pesos. Cuando salieron de la vieja oficina de correos, llenos de esperanza y desesperanza, de seguridad e inseguridad, pero felices y aliviados por haber echado a andar sola la enorme creatura de sus pesadillas, Mercedes, que aún no la había leído (pues ella no suele leer manuscritos), le dijo a su marido: Oye, Gabo, ahora lo único que falta es que esta novela sea mala.(...) (...) Durante los tres primeros días nadie parecía percatarse de su presencia en Buenos Aires, a pesar de que García Márquez caminaba de pronto junto a las portadas de Primera Plana, que multiplicaban su imagen como en un laberinto de espejos borgiano en los quioscos y librerías. Una mañana, mientras desayunaban en un café de Santa Fe y Suichapa, apreciaron el primer síntoma de la popularidad: una mujer, que salía con la bolsa cargada del mercado, dejó ver un ejemplar de Cien años de soledad entre las lechugas y los tomates. Para su autor fue un síntoma alentador, pues la novela, que había salido de la más profunda entraña popular, era aceptada desde el principio como algo propio del mundo popular. El libro, efectivamente, había tenido una recepción no como novela, sino como vida.
Aquella misma noche, García Márquez y su mujer asistieron al estreno de una obra en el teatro del Instituto Di Tella. Según Tomás Eloy Martínez, Mercedes y él se adelantaron hacia la platea, desconcertados por tantas pieles tempranas y plumas resplandecientes. La sala estaba en penumbra, pero a ellos, no sé por qué, un reflector les seguía los pasos. Iban a sentarse, cuando alguien, un desconocido, gritó Bravo!, y prorrumpió en aplausos. Una mujer le hizo coro: Por su novela, dijo. La sala entera se puso de pie. En ese preciso instante vi que la fama bajaba del cielo, envuelta en un deslumbrante aleteo de sábanas, como Remedios la bella, y dejaba caer sobre García Márquez uno de esos vientos de luz que son inmunes a los estragos de los años.