No había alcanzado a recibir ni siquiera tres clases de sociología jurídica del profesor Umaña Luna en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional cuando fui invitado por una agrupación de inquietos jóvenes a participar en una célula de estudio dedicada a profundizar sobre las causas de la violencia en Colombia.
Uno de los libros materia de análisis era Los bolcheviques del Líbano, del historiador Gonzalo Sánchez, quien, de paso y sin ningún protocolo, aceptó visitarnos para enseñarnos cómo los terratenientes han usurpado la tierra a los campesinos pobres de Colombia. Pues bien, y para decirlo de manera jocosa, por esa época corría lentamente en el país el año 1979, flanqueado por aires militaristas y asistido por el tristemente célebre Estatuto de Seguridad.
Así las cosas, un día cualquiera llegó al grupo de estudio alguien con un periódico en la mano en el que se informaba que en Villavicencio habían condenado a una veintena de campesinos pobres a más de 200 años de cárcel. Eso por haber roto las alambradas de púas de un terreno baldío perteneciente a uno de los grandes terratenientes llaneros cuyo nombre el tiempo ha expulsado de mi mente.
La noticia era tan desoladora que la célula de estudio decidió reunir algo de dinero para que yo, que ya debía saber algo de leyes, fuera a la cárcel a visitar a los campesinos enjuiciados para ver en qué les podíamos ayudar. Así fue. En un destartalado jeep llegué por primera vez a la capital del Meta, directo al lugar donde estaban detenidos los campesinos que habían recuperado un pedazo de tierra. La cárcel estaba levantada al aire libre, así parezca extraño decirlo. Era una cadena de celdas mal construidas cuyo patio colindaba con el vecindario por una cerca de alambre. Al entrar pensé que era el sitio más triste para purgar una larga condena.
Después de escuchar a los condenados y de haber anotado en mi cuaderno de estudiante cuáles eran los pasos urgentes a dar, les pregunté en voz baja que por qué no salían corriendo y brincaban la cerca de alambre que separaba la cárcel de la libertad.
—Compa, eso es exactamente lo que ellos quieren que hagamos —dijo alguien—. Cuesta menos una ráfaga que mantenernos presos el resto de vida que nos queda.
El caso es que decidí quedarme a vivir en Villavicencio, en la sede de un sindicato, mientras organizaba un comité de solidaridad con los campesinos condenados a 200 años de cárcel. Al fin y al cabo, por esos días no tenía que asistir a clases porque la Universidad Nacional estaba cerrada como consecuencia de las protestas estudiantiles contra el infame Estatuto de Seguridad y contra el binomio cívico y militar que nos gobernaba.
Dentro de los deseos del grupo encarcelado estaba el que yo fuera al pedazo de tierra recuperada, un paraíso para zancudos, y les dijera a las familias campesinas que los presos estaban bien y que la lucha había que continuarla.
—¿Dónde queda Guichiral?—pregunté en la estación de buses.
—Más allá del olvido —respondió en tono rulfiano un herrero ambulante—. Pero primero llegué a Puerto López y allá pregunte.
Fue el mismo chofer del bus quien me instó, antes de llegar al destino, a que me bajara y me fuera desde ahí llanura adentro hasta encontrar un río y que a la primera persona que encontrara le pidiera el favor de decirme dónde quedaba Guichiral y que si no encontraba a nadie que siguiera por el borde del río a la izquierda hasta llegar a un caserío de chozas.
—Yo soy de esos lares, la entrada al lugar solo tiene ese atajo —remató.
Llegué cuando el sol empezaba su descanso, sin haber encontrado a nadie. Pronto un arrume de mujeres con rostros curtidos por el sol, de jóvenes silenciosos, de niños descamisados y un par de ancianos me rodeó.
—Vengo de la cárcel donde los presos mandan decir que están bien y que resistan y no se dejen desalojar.
Al tercer día de estar en ese paupérrimo terreno me sentía como un campesino más ayudando a recuperar parcelas arrebatadas a los campesinos pobres a punta de fuego y bala por los terratenientes. Por las noches, frente a una hoguera concientizaba a aquella pequeña población sobre la consigna de que la tierra es para quien la trabaja. Fue en esas que se me ocurrió que el profesor Gonzalo Sánchez debería venir a Guichiral a contarles a sus escasos pobladores de la historia de las luchas agrarias. Así como lo había hecho con nuestro grupo estudiantil.
Una semana después, de regreso a la civilización, me comuniqué con el encargado de la célula de estudio y con él coordiné el viaje del historiador al lugar de los acontecimientos. Lo esperé en la terminal de buses de Villavicencio. Tan pronto como llegó nos sentamos en la bulliciosa cafetería a desayunar café con leche y un trozo de ternera a la llanera con yuca asada.
Luego nos subimos al primer automotor que partió rumbo a Puerto López. La carretera era larga, angosta y polvorienta. Parecía una herida de machete a la extensa llanura. En ese recorrido era muy fácil dormirse en el incómodo automotor. Y eso le sucedió al historiador. Yo me mantuve alerta para no pasarnos del lugar donde debíamos bajarnos del bus. Lo único emocionante del monótono viaje sucedía cuando el conductor bajaba la velocidad para darle paso a algún pesado camión, en dirección contraria, cargado de bultos de arroz y racimos de plátanos.
La tarde languidecía cuando arribamos a la toma de tierra. El ropaje informal que el historiador llevaba puesto parecía haber sido salpicado por un coche veloz sobre un charco de calle bogotana. También su rostro barbado, acezante y sudoroso daba la impresión de haber padecido una tragedia. Alguien le ofreció una hamaca para que descansara un poco antes de comenzar la charla.
Mientras tanto, todos se alistaban para enfrentar la oscuridad. En un lugar desbrozado se encendió una hoguera cerca de dos árboles caídos que servían de asientos. Así de sencillo e idílico era el recinto donde el historiador empezó su charla. Pero diez minutos después el ruido de las palmas de sus manos contra su cuerpo no dejaban escuchar lo que decía. De pronto dejó de hablar y de palmotearse. Una mujer robusta lo iluminó con un leño encendido.
—¡Los zancudos lo han dejado peor que una mazorca! —gritó.
Enseguida muchos se acercaron con palos en llamas al mustio historiador y nada tardaron en decidir que había que llevarlo de urgencia al hospital de Villavicencio antes de que muriera. Así fue como acostaron al profesor de nuevo en la hamaca y con ella guindada en una vara, un muchacho escuálido y la mujer robusta se metieron en la oscuridad bordeando el río.
Los dos siguientes días no pude estar tranquilo ni conciliar el sueño. Me sentía culpable de todo lo malo que había pasado. No teníamos noticia de si Gonzalo Sánchez se había salvado o no. Por fortuna, ya entrada la noche del segundo día, apareció la pareja que había cargado al historiador en la hamaca.
Alrededor de la fogata ambos contaron las peripecias que pasaron hasta llegar al hospital de Villavicencio con el profesor más muerto que vivo. Allá lo atendieron sin pérdida de tiempo y lo último que escucharon fue a un médico ordenando por teléfono que trasladaran con urgencia a Bogotá, en ambulancia o de preferencia en helicóptero, al paciente alérgico a las picadas de zancudos.