No expreses tu felicidad en público si no quieres atraer malas vibraciones. Decía Henry Miller en Sexus “Un verdadero amigo no es el que te escucha cuando estás triste, el verdadero amigo es el que disfruta contigo tu propia felicidad”. No existe nada peor que expresar el amor en público, salir con la pareja en todas las revistas de moda, con una sonrisa cruzando la cara, declarando sin rubor que “Estaba pleno con mi carrera y mi vida personal”.
A finales de los sesenta Roman Polanski lo tenía todo. Este diminuto polaco, con su rostro de topo diabólico había hecho realidad el sueño americano. Su espectacular éxito El bebé de Rosemary lo había catapultado como el director más representativo del Nuevo Hollywood. En febrero de 1969 había comprado una espectacular mansión en Cielo Drive. Invitaron a sus amigos y celebraron además el embarazo de Sharon. La vida no paraba de sonreírle a Roman.
Los que lo conocieron en esa época no dudan en afirmar que Polanski era uno de esos tipos que no paran de hablar de sí mismo toda la noche. Tenía la energía de un ratón anfetamínico, no paraba de moverse ni de hacer payasadas en las interminables fiestas y orgías en las que participaba. Su éxito había atraído a más de un zángano que vivía de su absoluta generosidad. Muchos de ellos pasaban semanas en su mansión, llenándose la cabeza de mezcalina, marihuana, cocaína y alcohol en cantidades industriales.
La mayoría del tiempo Roman estaba fuera de casa, tratando de ligar cuanta chica se cruzara por su camino y cuando quedaba algo de tiempo se sumergía en un proyecto que él personalmente detestaba. Se trataba de un thriller sobre unos delfines asesinos, algo completamente traído de los cabellos que el incomprensiblemente había aceptado. El proyecto se iba a filmar en Londres por lo tanto el director tenía que estar el mayor tiempo posible alejado de su esposa.
A pesar de su disipada vida Polanski amaba a su esposa. Como la mayoría de polacos de esa época era un machista a ultranza y le encantaba esa devoción que Sharon le profesaba. Sus conocidos afirman que ella se desvivía por atenderlo. Contrario a lo que se podía pensar Tate ganaba mucho más dinero que su marido, sin embargo, ella estaba dispuesta a renunciar a su naciente carrera por consagrarse a su amado. Tenía 25 años. Al realizador de Repulsión le preocupaban cada vez más las llamadas que su esposa le hacía. En ellas se quejaba de que amigotes como Wojtek Frytowski un exatleta a quien conocía desde su juventud polaca, solía usar la casa como un estudio fotográfico donde llevaba a diversas furcias a las cuales les hacía fotos que rozaban con la pornografía. Polanski era consciente que iba a ser padre y que a sus 36 años lo mejor sería empezar a cambiar de vida.
Él no tenía la mejor prensa. Los periodistas lo asociaban con un adorador del demonio. Sus declaraciones siempre ambiguas, rozaban con el satanismo. Además El bebé de Rosemary era considerada una pieza de luciferismo puro. El polaco era un hábil publicista y sabía que todas esas cosas que sobre el decían le favorecía. No había nada en el mundo del cine para mantener viva una carrera que despertar morbo, curiosidad, ya saben, el viejo mantra de la farándula “Que hablen mal de ti… pero que hablen”
Sharon con siete meses de embarazo había aceptado una propuesta para filmar una película en Roma. A finales de julio de 1969 se escapó para visitar a su esposo en Londres. Estuvieron un par de noches. A Roman le angustiaba que ella en tan avanzado estado estuviera lejos de casa. Trató de conseguirle un pasaje en avión pero no había cupo, así que la embarcó en un trasatlántico. En un muelle la abrazó por última vez.
El guión de los delfines crecía como un tumor maligno. Se la pasaba el día escuchando el lenguaje delfínico y él se sentía un poco ridículo haciendo esa película. Tenía en la cabeza realizar una versión de Macbeth y Hugh Hefner iba a poner la plata, todo estaba listo para darle rienda suelta a su talento y locura con una surrealista e iconoclasta comedia sexual. Pero le angustiaban dos cosas, esa maldita película de delfines y estar tan lejos de su embarazada esposa.
Ella no se quedaba atrás. Lo llamaba cada noche, casi siempre sus conversaciones empezaban con la misma pregunta “¿Cuándo vas a volver?”. Sharon matriculó a su esposo en un taller de padres que empezaba el 18 de agosto en Los Ángeles. Era su tierna manera de darle un último plazo. Roman haría todo lo posible para estar allí en esa fecha. No le iba a quedar mal.
Muchas historias se han tejido alrededor de lo ocurrido la noche del 8 de agosto de 1968 en Cielo Drive. Se acostumbra a decir que esa noche iba a realizarse allí una de las acostumbradas fiestas y que a ella iban a acudir Bruce Lee, Frank Sinatra y Peter Sellers entre otros. Eso es mentira. No se pensaba hacer nada especial esa noche en la mansión. A las diez de la noche Frykowski estaba en uno de sus habituales viajes con mezcalina acostado sobre la alfombra de la sala, usando de cobija una bandera de Estados Unidos, Abigail Fogler liaba porros mientras observaba una vieja película de terror en la televisión. Sharon Tate y su amigo y conocido estilista de las estrellas de Hollywood, Jay Sebring se habían retirado al cuarto a dormir. Sharon se había quedado en ropa interior agobiada por uno de los peores veranos que haya vivido los Ángeles en mucho tiempo.
A 30 kilómetros de allí, en un oscuro lugar llamado Rancho Spahn un hombrecito pequeño, de 34 años, acostumbrado a vivir en centros de reclusión desde su más tierna infancia y que aprovechando el movimiento hippy y sus contactos con uno de los Beach Boys había intentado sin éxito empezar una carrera como cantante, jugaba con sus “súbditos” al Creepy Crawl (abordaje silencioso) que consistía en ir hasta donde vivían los más ricos de la ciudad y allanar sus mansiones. Para esa noche escogió a sus mejores muchachos. Al espacioso auto entraron cuatro de los que integrantes de su “familia”. Ellos eran Charles “Tex” Watson de 23 años, Patricia Krenwikel de 21, Susan Atkins de 21 y Linda Kasabian de 20. El hombrecito dio las órdenes pertinentes, el Helter Skelter había comenzado. Esa noche se desataría el caos.
Los integrantes de la mansión estaban tan distraídos que no escucharon los dos disparos que acabaron con la vida con un joven repartidor que había tenido la desgracia de estar en el lugar y en el momento menos indicado. Kasabian al ver el rostro ensangrentado del joven entendió que esta vez el Creepy Crawl tendría otros componentes. Se quedó afuera a avisar si algo raro sucedía. La mansión la conocían bien. Allí había vivido Terry Melcher un productor musical que había rechazado sin mucho aspaviento la obra musical de Charles Manson, el oscuro hombrecito que movía los hilos de su familia en el Rancho Spahn.
Por eso los integrantes de su familia sabían muy bien donde entrar, donde dar el primer golpe. Watson fue el encargado de despertar con su revólver a Frykowski, este, nublado por la droga no entendía muy bien que pasaba. Krenwikel y Atkins lo ayudaron a levantar. El amigo polaco no entendía muy bien por qué gritaba Sharon Tate a quien recién habían sacado de la habitación y por qué estaba tendido boca abajo sobre el sofá Sebrling. Trataban de estar calmados, posiblemente era una de esas bromas pesadas a las que acostumbraba someter a sus amigos el bueno del Roman. Pero las cosas se harían más confusas para el exdeportista olímpico cuando vio como Watson disparaba en la espalda del estilista.
Tanto Tate como Fogler tenían sobre el cuello una cuerda. Estaban amarradas entre sí. Atkins empezó a tirar de la cuerda, las mujeres mostraban los primeros indicios de estrangulamiento. Los pies de ambas comenzaban a elevarse. Frykowski reaccionó, peleó como un guerrero por su vida, por la vida de los amigos. Alcanzó a herir a Atkins pero Tex Watson le propinó varias cuchilladas en el pecho. Con las pocas fuerzas que tenía el polaco alcanzó a salir de la mansión. Iban a ir tras él cuando el discípulo de Manson ordenó a las dos muchachas que acuchillaran a Tate y su amiga. Atkins le dio dos cuchilladas en el pecho a la actriz. En una de sus declaraciones durante el juicio dijo que “Había alcanzado a ver como algo se movía dentro de ella… era realmente espeluznante” Había pensado en extraerle el feto a Tate y llevárselo a Manson como una especie de trofeo. Lamentablemente para ella no pudo efectuarle el regalo a su maestro. El cuchillo se había atascado en el omoplato de la actriz. Quedó encogida, en posición fetal. Sus últimas palabras fueron “Mamá… mamá”.
Frykowsky se encontró afuera con Linda Kasabian, ella lo vio bañado en sangre pero aún de pie. Detrás venía Watson. Allí lo remato. Necesitaron siete balas y cincuenta cuchilladas para matar al gigante polaco.
Antes de irse, los miembros de la pandilla escribieron con la sangre de las víctimas la palabra Pigs en una de las puertas traseras de la casa.
Eran las nueve de la noche del nueve de agosto en Londres cuando el representante de Polanski lo llamó a un exclusivo restaurante en Chelsea. Los que estaban allí recuerdan que Roman se quedó pálido, mirando un indeterminado lugar del piso. Solo decía “No, no… otra vez no” Era la segunda vez que una mujer que amaba había sido asesinada mientras estaba embarazada. La primera vez había sido su madre, muerta en un Auschwitz en 1942.
Roman a los dos días volvió a la casa. Como un fantasma, pálido y mudo la recorrió de nuevo. Se acostó en la cama, y con cada ruido que se hacia en el piso de madera renacía en él la esperanza de que en cualquier momento Sharon saldría de algún rincón de la casa.
La policía se dejó guiar por pistas falsas. Todo el mundo le achacó a escandalosa manera de vivir de Polanski los crueles asesinatos de Cielo Drive. Se habló durante mucho tiempo de una secta satánica que enfurecida por haber revelado sus secretos en El bebé de Rosemary se había vengado del director. La prensa hizo su agosto y destruyó la reputación de Polanski. Se hablaban de orgías dentro de la mansión, de invocaciones al demonio. “Uno muere como vive” decía la opinión pública.
Pasaron cinco meses hasta que Atkins, encerrada en prisión por otro crimen le había contado a una compañera de celda que ella “Había hundido el cuchillo en el corazón de Sharon Tate”. Apresaron a Manson quien llegó a juicio con una cruz tallada en su frente. Seis meses duró el juicio, sentenciaron a toda la familia a pena de muerte pero una extraña coincidencia les conmutó la pena a cadena perpetua.
RomanPolanski nunca se repondría de esto. Antes de despedirse de Sharon en ese muelle inglés sabía que algo malo iba a pasar “Estaba muy feliz… nadie puede estarlo sin pagar después las consecuencias”.
Después de que Charles Manson reconociera sus crímenes Polanski intentó infructuosamente en que su reputación y la de su asesinada esposa fuera recuperada. Nada de eso sucedió. Herido en su dignidad decidió irse de Estados Unidos como otros tantos artistas, escupido como un pedazo de carne atragantada en la garganta de un gordo. Volvería para hacer Chinatown, el éxito de esta película le hizo creer en que todavía el sueño americano le pertenecía. Pero en 1978 lo ocurrido en la casa de Jack Nicholson le recordó que allí no sería nunca bienvenido.
Un sicólogo le dijo que el duelo por lo ocurrido a Sharon podría durarle entre cuatro y seis meses. Han pasado 45 años desde aquello. Como es lógico no hay un solo día en que no recuerde a su rubia de ojos de cristal.