El llamado de Duque para charlar hasta con el gato en búsqueda de una salida a la crisis económica y social que enfrenta el país, y que ya ha producido decenas de muertos y amenaza inclusive con una guerra civil entre un pueblo desarmado y las fuerzas del Estado en contubernio con grupos narcoparamilitares que les agendan el camino violento a seguir, parece un intento repetido por desmovilizar a punta de carreta la protesta desbordada que ha generado un sistema económico inequitativo que no está en manos de un presidente anodino resolver.
Sin duda el objetivo principal del llamado múltiple era buscar la solidaridad de aquellos partidos y grupos que han hecho parte del régimen neoliberal, y que por razones puramente electorales se han tornado ariscos a patrocinar las medidas tributarias que exige el modelo para continuar impiadosos extrayendo el trabajo y las riquezas naturales que genera el país, comprometiendo por un lado su estabilidad política y social y por el otro su fabulosa ecología.
Y aunque en olor de patria han asistido a charlar dejando la negociación a cargo de quienes promovieron las marchas, no es un secreto que lo hicieron ante la imposibilidad de encontrarle soluciones reales a un sistema economicista global que han patrocinado todos sin excepción, y que lejos está de resolverse mediante acuerdos políticos entre élites nacionales como los que se acostumbraron en el pasado, como ingenuamente lo piden algunos desubicados formadores de opinión.
Porque esta vez tendrían que reconocer que el caos a que hemos llegado ha sido producto de la imposición política y aceptación irresponsable de un sistema económico injusto desde el comienzo —advertido a tiempo por economistas mundialmente famosos como Joseph Stiglitz y Paul Krugman y corroborado más tarde por las estadísticas de Tomás Piketty— que se les entregó en calidad de dogma, tal como lo habían presupuestado en un conventículo cerrado los inventores de un capitalismo sin talanqueras.
Un aforismo imposible de tragar ante un análisis suficiente de las curvas del mercado, que mostrarían que solo en un caso excepcional —completamente irreal— se puede sostener que ambas partes, comprador y vendedor salen ganadores con el intercambio. En el resto —en el de la dura vida real— siempre habrá un ganador y un perdedor, ganador aquel que impone las condiciones de intercambio desde cualquiera de las dos posiciones y perdedor quien debe someterse a ellas.
Interpretación falaz reivindicada poco a poco por la teoría capitalista, a buena cuenta de nuestra naturaleza egoísta, que encontró afortunadamente en la intervención atinada del Estado el mecanismo para encaminar lo que aportaba de provechoso para la sociedad en general y evitar, a su vez, los excesos previsibles contra ella. Solución si no ideal sí la más adecuada —dada la calidad de los supuestos— cuando produjo a mediados del siglo XX los estados de bienestar social, hitos económicos destacados que de manera particularmente irracional destruyó después el mito del capitalismo salvaje.
Que para sus catecúmenos subdesarrollados, ilustrados en su metafísica por universidades ad hoc del exterior, constituyó una revelación privilegiada transmitida como tal a sus intrascendentes políticos, hasta el extremo de que en plena crisis económica producto del sistema inicuo y sus inevitables consecuencias sociales, eluden reconocerlo y remiten su desenlace a los acuerdos que un presidente acorralado alcance con sindicatos poco representativos y estudiantes que en masa reclaman apenas un lugar digno para vivir dentro de su patria.
Soluciones donde aparecen desde el retiro de reformas a la salud hasta el fortalecimiento de la vacunación contra el COVID-19, la defensa de una renta básica decente hasta subsidios a las mipymes, del empleo con derecho hasta no privatizaciones de empresas estatales, de la producción nacional hasta la soberanía y seguridad alimentaria, de la matrícula cero hasta la no alternancia en educación, la suspensión de erradicaciones forzadas de cultivos de uso ilícito hasta las aspersiones aéreas con glifosato; que además incluyen temas claros en la constitución que nos rige desde hace 30 años como la no discriminación de género, diversidad sexual y étnica, dado que su cumplimiento está lejos de avanzar y es objeto de ataques por parte de lo más recalcitrante de la derecha política del país.
Pero salvo estos últimos temas fruto del atraso cultural de buena parte de Colombia, todos los demás están circunscritos a lo que nos fue impuesto por el Consenso de Washington, y su incumplimiento, así sea parcial, será conocido por todo el mundo a través de las amenazas y sanciones que animan el sistema capitalista, y que ya han sufrido países subdesarrollados que han pretendido desligarse de tan desmedidas obligaciones.
Que finalmente se reducen a un régimen extractivo de riqueza, por el cual la entrega de trabajo y recursos de un país pobre al sistema financiero internacional supera en valor lo que recibe de este. De ahí que a la salida de recursos naturales estratégicos sin elaboración alguna —que en contadas ocasiones gozan de buenos precios— se sume un déficit fiscal crónico y con este el crecimiento de las deudas externas e internas y sus intereses, con detrimento en un alto porcentaje de nuestros presupuestos nacionales.
Y ante la ausencia crónica de dinero suficiente, la imposibilidad de sortear problemas internos de vieja data, lunares inexplicables en la Colombia profunda que se compensan con la ilusión de superficies comerciales para recrear artificialmente el ojo del pobre caminante urbano. Complementadas con ayudas extranjeras aquí y allá, que antes que servirle realmente al país constituyen ventajas para la nación desarrollada y las empresas que las prestan.
Y que la situación en lugar de mejorar se haga cada día más insostenible recurriendo al recorte de ingresos, constatando a diario el incremento del desempleo, el empobrecimiento del campo, el debilitamiento de la industria, el abandono de la salud y educación de calidad, la venta de propiedades de la nación, las imposiciones tributarias cada vez más abusivas, la implementación silenciosa de reformas laborales y pensionales de donde arañar más y más recursos para un sistema que no conoce límites. En fin, todos los temas que precisamente son motivo de los reclamos por parte de los responsables del paro.
De ahí que caída la reforma tributaria por unos días —apenas por unos días— las justas exigencias de quienes han marchado estén lejos de concretarse, pues antes que el gobierno cuente con recursos para ponerlas a marchar el sistema extractivo está exigiendo que estos se reduzcan y se le aporten para cumplir con las altas rentabilidades a que está acostumbrado.
Y en cuanto a peticiones como la suspensión de la erradicación de cultivos ilícitos y la no fumigación con glifosato —que podrían parecer ajenas al asunto económico—, el hipercapitalismo impone por principio el sometimiento político de sus practicantes, de manera que asuntos enojosos que complican su desenvolvimiento también deban sujetarse tarde o temprano a sus decisiones por controversiales que parezcan.
Por eso los políticos han cedido el puesto, que siempre han reclamado, al comité del paro. El presidente Duque ha quedado solo ante un problema irresoluble, pues las respuestas no están a su alcance. Y lo peor, carece del carisma y la iniciativa para convocar la solidaridad de Latinoamérica —contra la que ha jugado abiertamente su gobierno— para buscar salidas políticas de consenso acordes con la situación insostenible, que más pronto que tarde, enfrentarán la mayoría de sus países como consecuencia de su ingenua fe en el libre mercado, agravada por la inesperada, larga y no resuelta pandemia.
Sin duda escasean las soluciones para una sociedad que ha hecho gala de insolidaridad en aspectos cruciales.