Mi alma Borracha de vino es más triste que todos los árboles de navidad muertos del mundo
Charles Bukowski
Diciembre. La ciudad parece un perro pulgoso. Las luces navideñas se han encendido para acompañar mis noches. En el cuadrado que habito cuando pienso en Bogotá todo es colorido y gris al mismo tiempo. La navidad es una araña gigante que canta villancicos rancios mientras teje su red en medio de nuestros ojos. Noche de paz. Llevo cinco días viviendo en el centro y desde mi ventana Monserrate parece una nave intergaláctica a punto de despegar. Los días de la semana cuando la gente se ocupa de sus rutinas, va al trabajo, sale al centro y regresa a la hora de la telenovela, esos días la navidad se esconde en las esquinas con cara de maleante. Está San Victorino, sí. Están los puestos callejeros de gorritos y guantes y bufandas rojas y verdes y juguetes de imitación. Está el septimazo y los negocios de siempre, la larga lista de tiendas de cualquier cosa, los outlets de zapatos, las fuentes de soda, el Michael Jackson que baila con sus zapatos raspados y su guante amarillento, la gente que avanza lentamente por las calles atestadas, el acto reflejo de tocarse el bolsillo trasero para descubrir que la billetera vacía aún permanece en su sitio. Venir al centro durante esta época es como caminar entre sombras. Miles de personas se acercan a la Plaza de Bolívar a tomarse fotos en el segundo árbol de navidad más grande Colombia, cuarenta metros de alto y pura dinamita. Son cuadras y cuadras de un sector que nunca duerme por temor a amanecer muerto, calles llenas de gente pero que sin la multitud son como un estudio de cine en donde nadie está filmando nada. La bruma de los fantasmas de una ciudad que no para de gritar. Calles abajo todo se convierte en una fiesta. Todo está vivo. Las putas, los bares de mala muerte alumbrados con farolitos de colores. Suenan los parlantes con la peor música posible. Con la mejor música posible. Está San Andresito y sus licores y galletas de contrabando. Están los callejones, la muerte, la vida, la navidad parece dormir aquí todo el año, todo es sucio pero de colores violentos, como si la fotografía de lo que miramos estuviera sobreexpuesta, reventada, como si los colores hubieran saltado hacia afuera del encuadre para transformarse en pinceladas oscuras. Entonces te sientes vivo a este lado, como si la tristeza que trae consigo la navidad y todo esto no fuera sino una inquilina loca, sino una putita de ojos tristes que te mira a sabiendas que seguirás de largo.
En el centro las calles están vivas, puedes sentir la música de la ciudad, la sinfonía de una multitud. Es el sonido de los vendedores de figuras para el árbol, la estática de las pequeñas radios de los locales que dejan escapar esa melodía repetida: “La navidad es todo aquello que nos hace recordar que la vida es bella, que diciembre es amor”. La música de Pastor López parece un vals, en cierto modo todo parece un vals, el ir y venir de la historia, de lo que la memoria de la ciudad calla, de lo que sucede en su hígado después de cada botella destapada, de cada regalo no regalado, de cada juguete muerto. La navidad en el centro es la navidad en el útero de una mujer embarazada que fuma y bebe sin control. Es como si todo estuviera quieto en medio de toda esa bulla. Porque después de que todo el mundo se abrace y finja esa suerte de felicidad que añora para el año que viene, acá la ciudad gris escapará y explotará y se sacará la corbata, confesará su hambre y se devorará a sí misma. Noche de amor. Entonces respirarás aliviado dejando escapar ese tufo de nostalgia por esta ciudad que batalla y se adorna y se cubre de cartones contra el frío. Aquí en el centro todas las voces cantan una canción distinta y bailan de modo desigual pero están juntas, la fiesta terminará y las cosas se pondrán más lentas o más rápidas, quién sabe. El color brillante de la escarcha esparcida en los andenes, los árboles de navidad muertos y la nostalgia que cuelga de sus ramas, el pequeño pero inmenso espacio entre las gentes que volverán a habitar sus cubículos nuevamente, los vendedores que cambiarán sus pesebres por útiles escolares o baratijas sin nombre, los ojos abiertos de una cabeza de pollo que me mira y se burla de mi resaca eterna, la sangre seca sobre el pavimento, un grupo de extranjeros que levantan sus celulares al tiempo, la frágil danza de las fiestas que alcanza su punto máximo de evaporación, el momento imprescindible de saber que estás habitando una ciudad fantasma. Y la esperanza de un mejor año. La esperanza.
Esa palabra.