Anthony Burgess nunca imaginó, en plena posguerra, que su primera esposa terminaría siendo abusada por unos soldados estadounidenses, ni que ella iba a perder a su primogénito como consecuencia de semejante ultraje. Sin embargo, lo que a un hombre cualquiera destruiría fulminantemente –la violación de su mujer y la pérdida del hijo amado– a él lo fortaleció para escribir una de las novelas más icónicas de la cultura pop: La naranja mecánica. Gracias a esta esta obra maestra, que fue llevada al cine por el mítico Stanley Kubrick, el autor inglés conseguiría alcanzar la fama mundial, la cual le había sido esquiva hasta entonces.
Hace poco volví a leer su naranja mecánica, y pude darme cuenta de que fue un escritor adelantado. Lo digo porque supo interpretar como muy pocos el germen de la violencia, encontrando en ella la falta de creatividad de una juventud incapaz de florecer por sí sola. Como consecuencia del caos social que supo reconocer a mediados del siglo XX, es normal que en su novela la gente se sienta intimidada –tal como hoy se encuentran muchos colombianos de bien con tanto muchacho dañino–, debido a un grupo de adolescentes que dominan el mundo gracias a su espíritu violento. Es en esa distopía donde aparece su antihéroe, Alex, que es el fiel reflejo de lo totalmente descompuesto.
Este nadsat, adolescente en la jerga eslava que se emplea en la novela, lidera un grupo de chicos tan violentos como él. Su banda tiene como mayor pasatiempo hacer el mal, simplemente porque se siente atraída por la destrucción. Se puede decir que ni siquiera el dinero que roba le satisface, cuando vemos que su prioridad únicamente pasa por el daño que le ocasiona a cualquier persona. En otras palabras, es posible ver cómo se hace de la maldad un propósito de vida, como consecuencia de una falta de determinación moral que imponga voluntariamente el bien.
Sin embargo, el libro nos lleva un punto de inflexión, en donde Alex, habiendo visto cómo el tiempo a sus antiguos compañeros los hizo madurar, entiende que ya es hora de crecer y siente que la violencia no es ni será nunca una alternativa de vida. Aquí es posible ver una visión cristiana de la vida, la cual no le gustó mucho al editor de Burgess en New York, que suprimió el capítulo 21 porque lo hacía poco comercial o poco atractivo para un mercado no tan moralista. Fue con esta edición, la de los 20 capítulos, que Kubrick hizo su adaptación cinematográfica de La naranja mecánica, dejando la impresión de una novela que le rinde culto al sadismo más degenerado.
Con los años Burgess logró explicar el propósito de su libro, que, dicho sea de paso, está lleno de la más excelsa música clásica. Así que quedó claro que su intención era demostrar que el bien y el mal son simples elecciones; por lo tanto, le corresponde al hombre, cuando hace valer su libre albedrío, elegir en qué lado va a orientar su vida, sea este la creación o la destrucción. Queda por decir que La naranja mecánica está más sincronizada que nunca, siendo una de las obras literarias claves para comprender los desajustes sociales del mundo contemporáneo.
Para reflexionar, amigo lector: ¿Cuándo los muchachos de la primera línea van a madurar? ¿Qué están esperando, tal como lo hizo Alex, para aburrirse del daño que, creo yo, les hacen a las ciudades que tienen sometidas? Algún día estas personas comprenderán que desperdiciaron tontamente su tiempo, perdiendo parte de una vida que pudieron utilizar para trabajar o estudiar. El tiempo será su juez, pero también su punto de inflexión.