La música
Opinión

La música

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julio 26, 2013
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Santiago, 10 de julio de 2013

Querido Horacio:

Hace un tiempo estuve leyendo El odio a la música, del francés  Pascal Quignard, violonchelista y fundador del Festival de Ópera del Palacio de Versalles, aunque desde hace ya muchos años solo se dedica a escribir. El libro de que te hablo comienza así: «La Mousiké —dice un verso de Hesíodo— vierte pequeñas libaciones de olvido en la tristeza. La tristeza es al alma donde se depositan los recuerdos lo que el sedimento es al ánfora que contiene el vino.»

Creo que es una de las descripciones más exactas que he leído sobre el efecto que logra la música, además de la famosa frase cliché según la cual, oírla aplaca a las fieras. Y al respecto te quiero contar algo, partiendo de mis recuerdos infantiles. Precisamente uno de los más persistentes está relacionado con la música. Mi abuelo era un melómano que pasó del disco de vinilo al casete, con la misma emoción con la que yo pasé del casete al CD y luego al mp3. Y así como yo ahora tengo en mi computador miles de canciones, mi abuelo guardaba cajas y cajas con casetes. Mi casa nunca estaba en silencio y eso no nos afectaba. Contrario a muchas personas que no logran concentrarse con música (aunque esta sea solo instrumental), mi abuelo y yo no solo podíamos hacerlo perfectamente, sino que no nos podía faltar. Su colección de música parecía inagotable, aunque no todo cuadraba en sus gustos. No soportaba a The Beatles ni a Pink Floyd, pero amaba los boleros, los tangos y, sobre todo, las óperas y las zarzuelas. A mí  me gustaba su música y la de mi mamá y esos ya eran gustos muy distintos que estaban todos integrados y mezclados en mí. Nunca pensé que la música dependiera de generaciones o épocas y por eso nunca me importó cuando de niña me acusaban por tener gustos de vieja. Hasta que un día apareció el reguetón…

Bastarían dos clics para averiguar cuándo nació ese género, de dónde viene —dicen que su predecesor es El General— y por qué se hizo tan famoso entre los de mi generación. Seguro que en Internet hay ya hasta papers sobre eso. No me tomaré la molestia. Solo te diré que la música es bonita porque como dice Hesíodo, citado por Quignard, “vierte pequeñas libaciones de olvido en la tristeza”. Pero el reguetón produce en mí todo lo contrario. Me enerva. Me estresa. Vierte grandes dosis de reafirmación de mis tristezas presentes, pasadas y futuras. Lejos de calmar a la fiera, esa música saca lo bestia que puedo llegar a ser. Respeto profundamente a todos aquellos a quienes les gusta esa música, querido, que son muchos más de los que te imaginas. Ni más faltaba que yo te esté escribiendo esta carta para dictarte cátedra sobre qué es buena o mala música, pero, como dijo mi querido Camilo Jiménez alguna vez, y yo lo suscribo plenamente, solo hay dos géneros en ella: la buena y la mala. Para mí el reguetón es —¿es?— música de la mala. De la pésima. Musicalmente,  me tocó una generación con el oído medio podrido, porque a la aparición del reguetón y su masificación, se sumó la de los teléfonos inteligentes  —¿inteligentes?—, con potencias nada despreciables. ¿Resultado? Que uno va en el bus, digamos, cruzando Santiago, en un viaje de dos horas, y va leyendo su libro, tranquilamente, con el mp3 propio, audífonos propios, y entonces se suben no uno, sino tres chicos con sendos teléfonos ¿inteligentes?, oyendo su reguetón a un volumen suficiente para que oigan todos los pasajeros, incluidos los que respetamos al prójimo y no lo torturamos con nuestra música y por eso utilizamos audífonos.

No te voy a mentir, la curiosidad puede más y varias veces le he prestado atención a las letras de los reguetones y no sé qué me molesta más: si la constante connotación sexual —y no me las estoy dando de puritana ahora—; o la condición miserable a la que quedan reducidas las mujeres en esas letras —esta carta no es una discusión de género, pero vale la observación—; o el uso incansable de la palabra perreo y todos sus derivados; o que Daddy Yankee cante «Tú me dejastes caer» impunemente; o esa estridencia fácil, carente de gracia, ese sonsonete que no emociona ni conmueve. O todas esas cosas juntas en una misma canción, en muchas canciones que suenan todas en un viaje de dos horas cruzando Santiago.

Con los años, mi abuelo fue perdiendo el oído.  Esa es sin duda una de las tantas señales del paso del tiempo, como las arrugas o la ceguera. Poco a poco el volumen de la música y la televisión ya no eran los más normales en mi casa. Mi abuela también fue perdiendo la audición con los años, incluso un poco más que mi abuelo. Yo tengo un problema similar, pero lo estoy desarrollando mucho más joven que ellos. Desde hace unos pocos años he ido perdiendo audición, aunque no es tan grave: un pequeño porcentaje del oído derecho. Aparentemente es progresivo y un día, tarde o temprano, seré totalmente sorda, aunque llevo mucho tiempo sin hacerme una audiometría. Un día que iba en el bus, al lado de uno de esos pasajeros que no conocen los audífonos, torturada por alguno de tantos reguetoneros, pensaba paradójicamente en lo triste que debe ser quedarse sordo. La imposibilidad de oír, mil veces si uno lo quiere, a Julio Jaramillo cantando «Ódiame por piedad yo te lo pido», o a Paul Simon cantando «And I don't know a soul who's not been battered/I don't have a friend who feels at ease / I don't know a dream that's not been shattered / or driven to its knees», o cerrar los ojos y dejarse llevar por Brahms —todo Brahms—. Ese día será triste y ojalá esté muy lejos. Pero si llega, sin duda tendrá su lado bueno: me libraré para siempre del reguetón.

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