Laguna de Matracas. Ha parado de llover. El cielo ha quedado limpio, el agua también. Las toninas respiran con fuerza. Vemos su fuente. Son cinco. Armando Da Silva, nuestro boga, apaga el motor para que los delfines se tomen confianza. Hemos andado todo el día por todo el río Inírida. Las pocas personas que hemos visto en la desembocadura con el río Guaviare, uno de los lugares más apartados de Colombia, pertenece a la etnia curripaco. Desde acá hasta el Brasil, pasando por los impresionantes cerros de Mavecure, solo hay dos pueblos: el curripaco y los puinaves. Hace unos setenta años ellos adoraban a dioses de nombre impronunciables, viejos dioses como Yapericoli que solo los más ancianos pueden recordar. Hace unos sesenta años una gringa cambió la manera de pensar de toda esta razón del amazonas colombiano.
Desde la Academia Nacional de Diseño de Nueva York donde estudiaba Bellas Artes Sofía Muller escuchó el llamado de la selva. Se presentó a la Misión Nuevas Tribus que planteaba su Sus papás apenas lo entendían pero el grito era más fuerte, era un imán que la atraía. Era abril de 1944 cuando aterrizó en Bogotá, la recibieron un par de amigos neoyorquinos. Se quedó dos días. La impresionó esa ciudad gris en donde las mujeres al parecer no tenían derecho a salir a la calle: por los andenes solo caminaban hombres que vestían de negro. Gracias a ellos pudo conectar a un inglés que vivía en Mitú. Desde ahí empezó su viaje al corazón de las tinieblas.
Llegó al poblado de Cejal, capital espiritual curripaca, en diciembre de 1945. Estaba a solo una hora en lancha de la frontera brasilera. Los caucheros ya habían dejado su estela de ambición, tortura y muerte. Allí la recibieron con aspavientos. En esa época las mujeres no iban a la selva y menos las norteamericanas. Creían que era una hechicera. Ella había aprendido su idioma y en Curripaco les habló del paraíso, de la vida después de la muerte, de un Dios que castigaba y perdonaba. En la Cosmogonía de las tribus del Amazonas los dioses no juzgan ni salvan, solo están ahí para ayudar a la organización de sus pueblos.
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En Cejal estuvo aislada y despreciada durante más de 15 días. La lluvia caía como una tela que nunca se deshacía. Los pulmones se congestionaban, pensó muchas veces en devolverse para su país. Pero la pasión por predicar podía con todo. Incluso con pruebas que sólo un desquiciado podía atreverse a afrontar. Uno de los líderes de la tribu dio el dictamen sobre ella: Sofía era una bruja que quería hechizar y maldecir a Cejal. Si era alguien bueno debería atreverse a tomar el más potente de los venenos que la tribu conocía. Sin pensarlo, Sofía se encomendó a Dios y se bebió en un cuenco de bejuco una cantidad de veneno que podría matar a 20 personas.
Fueron dos días en donde el alma casi se le sale por la boca. El dolor era tan intenso como el de tener una víbora en los intestinos. Se revolcó durante cuarenta y ocho horas. Los indios que no creían en ella celebraban su muerte inminente. Pero sobrevivió. Al séptimo día se levantó y los indios empezaron a creer en todo lo que les decía. Creer en la vida eterna los deslumbró.
La evangelización en el Guainía no fue obra de grandes misiones católicas. Fue una sola mujer, con la resistencia de un ejército, la que se sobrepuso a la voracidad de los caucheros, de los comerciantes brasileros, la ferocidad de los indios quienes nunca le perdonaron tratar de arrebatárseles los dioses de sus ancestros.
Puerto Inírida, seis de la mañana. Desde el puerto se levanta, junto con el sol, el olor a pescado podrido y gasolina de contrabando. Venezuela queda muy cerca en este lugar alejado de todo. Lo primero que se mueve en el día, después de las pequeñas olas que levantan las lanchas en el río, son los cristianos yendo a alguna de las treinta iglesias de esta población de 16 mil personas, epicentro de un departamento despoblado, milenario y cristianizado por una mujer que se la ganó a las misiones católicas.