Un sobrino muy joven me escribe una frase digna de ser retomada y recordada por su solemnidad, concisión y profundo significado. “Por estos días hay que vivir sin miedo a la muerte”, me dice. La frase puede tener una connotación religiosa o no dependiendo de la interpretación que se le quiera dar. Desde la religiosidad la muerte se ve más desde la espiritualidad y desde la fe. Los textos sagrados, de la mayoría de las religiones, enseñan a estar preparados para la muerte como algo inevitable, esperanzados con fe en una vida, incluso mejor, después de la muerte.
En estos tiempos de pandemia causada por el COVID-19 hay quienes también consideran que la pandemia nos está enseñando a tomar conciencia de que hay que aprender a vivir con la idea de la muerte, es decir, con “lo inevitable”, la cual es una posición un tanto más liberal pero igualmente pesimista. Nada es absolutamente inevitable. Esa es la actitud de algunos médicos, incluso científicos, que ven el fin de la vida como algo inevitable y que seguir viviendo, en medio de una enfermedad grave, solo depende de un milagro. “No hay nada que hacer –dicen– solo lo salva un milagro”. Aun cuando –pienso- que, mientras haya vida en un cuerpo, salvarse, está dentro de lo probabilístico, y no depende de un suceso extraordinario que se quiera explicar por fuera de las leyes de la naturaleza, o sobrenaturales.
También hay conceptos mucho más objetivos y científicos. Yuval Noah Harari, en su libro De animales a dioses (p. 296), enseña que la muerte no es un destino inevitable ni está sujeta a milagros sino que, evitarla o no, es simplemente un problema técnico. “La gente se muere no porque los dioses así lo decreten, sino debido a varias fallas técnicas: un ataque al corazón, un cáncer, una infección [léase coronavirus]”. Y cada problema técnico tiene, desde luego, una solución técnica, y ese problema técnico lo resuelven los científicos. Hoy se está en busca de una vacuna capaz de afrontar o prevenir el coronavirus, así como se buscaron solución a los problemas del corazón a través de un marcapaso o en el caso del cáncer a través de radiaciones, dependiendo de la gravedad. Las enfermedades infecciosas causadas por virus también se han prevenido con vacunas. Entonces no hay que enseñar a morir sino a vivir, enseñar y concientizarse que mientras llega la vacuna hay que cuidarse al extremo, que hay decisiones administrativas y políticas, que se decretan, pero otras decisiones requieren responsabilidad individual. No hay que hacer, como en un momento la Madre Teresa de Calcuta, enseñar y ayudar a morir dignamente, cuando de lo que se trata es de enseñar a luchar por la vida.
Desde luego que tampoco se trata de hacer reflexiones por fuera de la razón de ser de la muerte. Irracionales. Tampoco los científicos han dicho en forma categórica: ¡Eureka! Hemos logrado vencer la muerte! Pero antes del marcapaso y de las vacunas contra enfermedades infecciosas no se habían logrado recuperar a un enfermo y parecía imposible arrancárselo a la muerte. Hoy día se previene y supera un infarto y las bacterias se combaten con antibióticos. Acaso no es esto un triunfo de la vida sobre la muerte?
De modo que en estos tiempos de pandemia por coronavirus no hay que perder tiempo buscando unas explicaciones razonables, teológicas o filosóficas sobre la muerte, cuando de lo que se trata es de aportar social e individualmente para evitarla. El que vivimos es un momento técnico. Nosotros, en la vida cotidiana, aportamos técnicamente: no saliendo de la casa, usando el tapabocas, el lavado frecuente de las manos. Mientras hacemos esto, nuestros científicos, como dice Noah Harari desde antes de la pandemia: “nuestras mejores mentes no pierden el tiempo intentando dar sentido a la muerte. Por el contrario, están concentradas investigando los sistemas fisiológicos, hormonales, y genéticos responsables de la enfermedad [léase COVID-19]. Todos los días se desarrollan nuevas medicinas, tratamientos revolucionarios y órganos artificiales que alargarán nuestra vida, hasta que un día puedan vencer a la misma parca [muerte]”.
Quienes vemos la muerte como un estado terminal y no como una transición hacia otra vida sabemos que no puede compararse la religión con la ciencia ni pretender buscar si quiera, como muchos pretenden, un punto de reconciliación, pues la religión se fundamenta en la fe y espiritualidad mientras que la ciencia en las evidencias comprobadas, expuestas y certificadas. La ciencia trabaja con errores, la religión con dogmas.
El otro problema que se plantea es el de cómo afrontar el momento del fin de la existencia. Estudios científicos demuestran que quienes más les temen a la muerte son las personas religiosas y que entre más envejecen más religiosas se vuelven por el temor a la misma muerte, aun guardando la esperanza de encontrarse en el cielo con Dios. Mark Twin, citado por el escritor ateo y profesor de la universidad de Oxford, Richard Dawkins, fue directo al grano al no temerle a la muerte: “No temo a la muerte. Estuve muerto durante miles de miles de millones de años antes de nacer y no sufrí el menor inconveniente por ello”. El mismo Richard Dawkins fue más preciso: “estar muerto no es distinto a no haber nacido”.
Evidentemente hay aspectos que resultan doroloros a la hora de afrontar la muerte. La forma de morir propiamente, pues algunas veces las personas dicen: “murió tranquilo, se quedó como si estuviera dormido”. En tanto que otras estan llenas de sufrimiento por una enfermedad terminal a la que incluso hay que asistirlo para calmarle el dolor, o ayudarlo con una muerte asistida, a lo cual se opone la religión y la fe. El otro dolor es más cultural y de impacto psicológico: la ausencia de la persona con la que se ha vivido, con la que se tienen nexos familiares muy cerca. La ausencia definitiva de un ser querido, de un amigo o amiga de toda la vida.
El no temerle a la muerte no significa que no se ame la vida, por el contrario, el saber que, mientras la ciencia sigue su ruta para vencer la muerte, nos tenemos que morir es motivo para amarla aún más. El comandante guerrillero del M-19 Jaime Bateman Cayón tenía una frase de su propia cosecha: “hay que cantar hermano, hay que cantar y bailar, porque si uno vive en función de la muerte ya está muerto”.
Por todas estas relaciones, me tomé el atrevimiento de agregarle a la frase de mi sobrino un parafraseo de Dawkins: “hay que vivir sin miedo a la muerte, pero con mucho amor hacia la vida en el mundo real, sin pensar ni dar crédito a la existencia de otras vidas después de esta en la que afortunadamente nos ha tocado vivir y somos felices entre miles de millones de personas que no tuvieron la oportunidad de haber nacido”.
* Ramiro Guzmán Arteaga: comunicador social periodista, Mg en Educación y docente de la Universidad del Sinú-Elías Bechara – Zainúm (Montería).