Rafael llevaba varios días perdido haciendo las únicas tres cosas que sabía hacer: beberse las fondas, engañar viudas, vivir de su apostura. Los escasos amigos que aún le quedaban al bardo lo buscaban por todo el D. F. pero no lo encontraron. Porfirio, en su lecho de muerte, había expresado que su último deseo era verlo, volver a sentir las cerdas de su pelo contra el rostro, respirar su efluvio, enceguecerse con las abéñulas de oro que irradiaba ese astro azul que había sido, en los últimos veinte años de su agitada existencia, todas las cosas que él quería.
Ya estaba minado por la miseria, la marihuana y la tisis. Una sífilis galopante le había marcado el rostro y parte del cuello. Hacía mucho tiempo que estaba enfermo y la verdad no se explicaban cómo podía todavía no solo caminar sino ser el rey de las cantinas, el dueño de todas las conversaciones, el amo y señor de la Cannabis. Él, que tenía en su lengua el cielo y el infierno, claudicaba por fin de soledad y tristeza en una cochambrosa pensión mexicana.
Había andado el continente y hecho lo que había querido. Fundó revistas en Monterrey y compuso poemas en el desierto de Sonora. Vivió en palacios en Lima y en Ciudad de México. Fue el consentido de Leguía y de Pancho Villa, los alabó, les sobó las botas y un día hastiado de vivir en una jaula de oro les escupió en el rostro su desprecio.
Al dictadorzuelo peruano le había dado por encargarle una biografía suya al hombre que había sido Ricardo Arenales; él aceptó gustoso, siempre y cuando le entregara un buen adelanto por el trabajo, dinero que como siempre gastaría en una sola noche y que se iría en ríos de pizco y brandy. La noche posterior al jolgorio Leguía lo mandó a llamar, quería hacerle una última recomendación antes de empezar a escribir el libro. “Poeta, quiero que usted cuente mi vida como si yo fuera Simón Bolívar”, le dijo. Y entonces Porfirio bostezó aburrido y le contestó más con pereza que con sinceridad que él no podía hacer eso porque él no era más que un matoncito de barrio disfrazado de sátrapa con aquel uniforme verde de charreteras. El déspota, ahogándose en su propia rabia, lo mandó a expulsar del Perú como lo que era, un perro vagabundo.
Así anduvo errante y libre por todo el continente, como una leve brizna al viento y al azar. En Centroamérica se ganaba la vida en el innoble oficio del periodismo. En Honduras presenció un terremoto y en Guatemala vivió una revolución. En Cuba ayudó a fundar el partido comunista que cambiaría para siempre el destino de esa isla y compuso el que para este humilde servidor es el canto más hermoso que se le ha dedicado a la marihuana: La dama de los cabellos ardientes. Repleta de imágenes vampíricas, de madrinas hechizadas por la luna, de señoras de cabellera encendida que contemplaban, amorosas, a un niño en su cuna, en este poema, además, aparece otra de sus obsesiones: el retorno a la niñez. Las imágenes de su Santa Rosa de Osos tapizada de oro por obra y gracia de la yerba, nos hacen pensar en que este ser luciferino se fue de Antioquia tan solo para extrañarla, para anhelar su regreso.
Y él quería volver para morir allá, embarcarse con Rafael y regresar a Buenaventura y dar unos recitales en Cali y pasar por Medellín y hacer toda su parábola del retorno para de nuevo ser él. Pero que va, los de la embajada se demoraron mucho tiempo haciendo la gestión, consiguiendo los míseros pesos que le costaba a Colombia repatriar al más grande de sus poetas y por eso lo encontramos ahí, un 14 de enero de 1942, ahogado en un vómito de sangre, abjurando de su fingido luciferismo y pidiendo a gritos la presencia de un cura ya que Rafael estaba muy ocupado follándose a todo México, desde lustrabotas a señoras de la alta sociedad que querían tener en su cama al protegido del poeta.
Como no había a nadie más a quien abrazar antes de levar anclas para no volver jamás, tuvo que abrazar la cruz, su vieja enemiga la cruz. Con sus ojos vidriosos y caídos de caballo viejo miró la puerta y volvió a esos tiempos en donde se reunía en una pensión de la Calle Insurgentes dizque a invocar espíritus. En el piso ponían una ouija y cada uno de sus invitados llevaba una plantita de marihuana que casi siempre daba dulces frutos y así pasaban la noche, orgiásticos y felices, envueltos en el denso abrazo de la dama de los cabellos ardientes.
Rafael no llegaba y él ya sentía el frío beso de la muerte. Ni siquiera ese consuelo iba a tener. Ni siquiera iba a volver a ver el rostro de ese muchacho hermoso que había descubierto en Honduras cuando se dedicaba a hacer nada y él ya era un periodista y un poeta famoso aunque sin un catre en donde caerse muerto. Todo lo que los periódicos de la época le pagaban se lo daba al muchacho y él, sabiendo que lo que nada cuesta nada vale, despilfarraba el dinero de su protector sin ninguna consideración. Era usual para Barba-Jacob llegar en la noche a su apartamento y ver que ya no quedaba nada de valor, ni muebles, ni cama, ni una olla. Rafael estaba agazapado en algún rincón oscuro del lugar, dando excusas imposibles que ni siquiera Porfirio, con todo ese amor que le tenía, podía creer. Aún así el poeta se acercaba, le daba un beso en la frente y le decía que no había nada de qué preocuparse, que solo eran cosas, objetos que se podían reponer y se acostaba en el piso, se enroscaba como una culebra y allí se quedaba dormido.
Ya llegaría el día en que de golpe se volvería rico. Sus amigos aseguraban que no había nadie que cocinara mejor que él, así que la fortuna que le había sido esquiva con el periodismo y la poesía, se postraría ante él en la nueva faceta que iba a mostrar: la de ser cocinero. Convenció a un matrimonio amigo para que pusieran todo el dinero necesario y montaran un restaurante en Morelia. La pareja mordió el anzuelo, vendieron todo lo que tenían y dejaron el D. F. Las primeras tres semanas en Morelia se dedicaron a trabajar los cuatro, porque también los acompañaba Rafael, buscando un local, que encontraron a muy buen precio y a ponerlo a punto para la gran apertura del restaurante. Como trabajaron tan duro Porfirio les dijo, justo un día antes del debut, que salieran a relajarse y celebrar el futuro éxito que iban a tener. Ese día fueron a un bar, lo mandaron cerrar y Barba-Jacob, que era ya un ídolo en México, decidió pagar la cuenta a todos los borrachos que estaban allí. En la madrugada y por influjo del bardo, ya no quedaba un solo peso para abrir el restaurante al otro día. Malvendieron lo poco que tenía para devolverse al D. F. los cuatro, con una mano adelante y otra atrás.
No, la fortuna nunca le sonrió y ni siquiera ahora cuando su pobre humanidad ya no soporta el dolor, cuando tiene la certeza de que todo ha acabado, puede tener el consuelo de estrechar entre sus brazos al ser que más había amado en este mundo.
Rafael llegó por fin en el atardecer de aquel domingo 14 de enero, venía borracho y sucio. En el lecho estaba su protector, flaco, cetrino y frío. Por fin inmóvil. Lo lloró toda esa noche y lo siguió llorando los cincuenta años que vivió sin él. Ni siquiera muerto Porfirio Barba-Jacob pudo volver a su patria. Tuvo que esperar cuatro años más hasta que lo sacaron del osario en donde estaba y en una cajita llegó a Medellín. Un caudal de gente lo esperaba en el aeropuerto y leían a voz en grito sus poemas. Fue enterrado como lo que era, el gran poeta colombiano después de Silva. Incluso se hicieron estampillas con su caballuna silueta.
Ya nada de esto servía. Porfirio Barba-Jacob hacía muchos años se había ido, ahora con otra dama menos efusiva.