Hace unos días el artista barranquillero Alex García quiso invitarme a la más reciente muestra de su trabajo pictórico titulada La energía de la pintura, inaugurada en la Estación del Ferrocarril de Puerto Colombia.
Para hacerlo pegó la tarjeta de invitación a una botella de whisky y escribió en ella una nota amable en la que recordaba mi asombro el día en que me mostró en su estudio la impresionante pintura que dedicó a la muerte de nuestro amigo, el nunca bien lamentado, sociólogo, profesor e investigador Alfredo Correa D’Andreis, hace once años ya, durante la larga y negra noche del uribismo.
No pude asistir a la inauguración de la muestra pero pude pasar unos días después por la galería para apreciar, ya sin la farnofelia de los vernisages, la nueva propuesta de Alex, ahora inspirada y dedicada a exaltar la lucha de los indígenas wayuus de la Guajira por el agua. Pero la muestra, fuerte e interpelante, por alguna razón que circula inquieta en el discurso de sus formas y colores, me reinstaló de nuevo en la experiencia de aquella vez en que me planté frente a aquel cuadro enorme precisamente retitulado por mí como La muerte del caimán sentipensante.
La impresión provocada por la pintura me sirvió para escribir una nota que ahora retomo para esta columna, porque así son las cosas de la memoria, y porque las cosas que pasan en este país remueven a cada instante el dolor y el olor de las sangres de antes y de ahora. Y que me perdonen el pesimismo.
La muerte del caimán sentipensante! Esa fue la frase que no pude evitar decirme a mí mismo en voz alta cuando Alex García desplegó frente a mí, en su estudio de Puerto Colombia, en una tarde de hace ya varios años, aquella terrible y maravillosa pintura con la que él quiso rendir homenaje, como artista y como amigo, a uno de los seres humanos más valiosos que han dado las tierras, húmedas ahora de sangre y de ignominia, de este Caribe que Alfredo Correa D’Andreis tanto soñó de otra manera.
Y aunque el título que Alex ha dado a su obra es otro, el de Homenaje al hombre caimán, para mí ya no hay forma que pueda llamarle de otro modo que no sea este: La muerte del caimán sentipensante. E inevitablemente, cada vez que por alguna razón viene a mi mente la imagen o el nombre de Alfredo, se aparece también, como trágico telón de fondo, el lienzo enorme del cuadro de este artista que ha tenido el extraordinario acierto de ejecutar una de las obras alusivas a la violencia colombiana más importantes de los últimos tiempos en nuestra pintura, luego de la propia Violencia de Alejandro Obregón, pincel bastante cercano, por cierto, a la vida y oficio de Alex García. Sin que esta asociación pretenda salirse, desde luego, de las debidas proporciones. Pero la obra está ahí para corroborarlo.
Sentipensante, un vocablo vinculado estrechamente al léxico de su maestro Orlando Fals Borda y al de Eduardo Galeano, autor este último al que también celebraba y discutía con estupenda lucidez, era una de las palabras favoritas de Alfredo para referirse a la aspiración de llegar a ser hombres cabales que pudieran combinar en la vida, con la misma validez y trascendencia, las dimensiones de la razón y la emoción, y conjurar así esa escisión esquizoide que acusa a nuestra cultura desde siempre.
Esa era sin más la meta de su programa. Y Alex García, poseído de esa portentosa fuerza expresiva que siempre lo ha caracterizado, supo lograr en solo unos rápidos y precisos trazos la imagen terrible de un hombre-caimán debatiéndose en la agonía de la muerte, tendido en la inmensa soledad del blanco, levantando la cabeza herida hacia un cielo turbulento, y derramando, a la orilla de un mar y un río apenas sugeridos, una lágrima azul y un solo hilo de sangre de la mano inocente.
El resultado es al mismo tiempo varias cosas: desgarramiento, erotismo, exquisitez creativa, conmoción estética, reclamo, denuncia y documento. Por eso, ningún homenaje más profundo y más hermoso que este que Alex García propone a la posteridad para recordar el nombre y la significación de Alfredo, el caimán sentipensante.