A John F. Kennedy también le hicieron bullying
Opinión

A John F. Kennedy también le hicieron bullying

En Texas anunciaron su muerte

Por:
noviembre 14, 2013
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Días antes de su viaje a Texas empezaron a circular por todo el estado unas hojas en donde se ofrecía una recompensa por capturar vivo o muerto al presidente Kennedy. “Se busca por traición”, decían las hojitas que se rotaban de mano en mano. En el sur el ambiente para el joven mandatario era hostil. Sus más cercanos asesores le aconsejaban desistir de ir hasta allá. Texas ha sido un estado de tradición republicana, ultraconservador, con una devoción especial hacia las armas y la guerra. Y el discurso de JFK estaba lejos de cautivarlos. Una vez le ganó las elecciones de 1960 por un mínimo margen de votos al vicepresidente Richard Nixon, Kennedy comenzó a presionar al Congreso por una serie de reformas civiles que cambiarían para siempre el panorama social norteamericano. A pesar de que el Congreso contaba en ese momento con una mayoría demócrata decidieron ignorar al presidente. Consideraban que Estados Unidos todavía no estaba listo para aceptar como iguales a los negros. Además estaba Vietnam, esa idea que tenía el muchacho de retirar las tropas de allí, los 100.000 millones de dólares que  dejaría de percibir  la industria militar si la guerra se terminaba. La paz es hermosa pero es una dama pobre.

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Todos esos detalles molestaban a los texanos, por eso la popularidad del presidente en ese estado no era tan grande como en Nueva York o los Ángeles. Les avergonzaba esas orgiásticas fiestas que organizaba con sus amigos en la Casa Blanca y sobre todo su catolicismo irlandés, una religión extraña en un país de protestantes. Si Kennedy quería ganar las elecciones de 1964 tendría que subirse a un avión, viajar en un descapotable a 25 kilómetros por hora, vestir con la mejor gala a la siempre elegante Jacqueline Bouvier y sonreír con la confianza de galán de cine que se mandaba, convencerlos de que si había pactado en secreto con Nikita Jruschov la retirada de las bases militares que los gringos tenían en Turquía, con decenas de misiles apuntando a Moscú, no era porque simpatizara con los comunistas, no señores, si lo hacía era porque quería evitar a toda costa un conflicto nuclear con la Unión Soviética. En el sur, este gesto pacifista del rey de Camelot, como se le conocía a su mandato, había sido una muestra más de su debilidad. “Con Nixon le hubiéramos pateado el trasero a esos comunistas”, murmuraban los vaqueros en el Sur.

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La gira por Texas había salido mejor de lo esperado. Ni siquiera algunos comentarios ofensivos de John Bowden Connally Jr., el gobernador del estado,  habían perturbado a los jóvenes príncipes que saludaban constantemente a un público que en masa y con fervor iba a ver a la pareja más popular de América. Aunque todavía no había que cantar victoria el pulso de la gira se mediría en Dallas, el corazón del estado y el lugar donde era más odiado el presidente.

El avión aterrizó a las once y cuarenta de la mañana del 22 de noviembre de 1963 en el Dallas Loverfield, después de un vuelo de trece minutos desde Forth Worth. Poco antes de bajarse uno de los muchachos del servicio secreto le mostró al mandatario uno de los papeles en donde aparecía su foto y arriba la advertencia de que se buscaba por traidor. Kennedy le restó importancia a eso, no lo vio como una amenaza, a lo sumo podría ser tan solo una broma de mal gusto. El avión se detuvo y la escotilla se abrió. Su cuerpo se había comportado excepcionalmente  en la gira. Los dolores de la extraña y terminal enfermedad que padecía, el síndrome de Adisson, habían desaparecido. Tampoco sentía molestias en su columna. Los achaques habían hecho una tregua en los duros días que pasaría en Texas.

Bajaron por la escalera, recibieron flores y el cariño de la gente, aunque ya, en el tumulto que los recibía en el aeropuerto, se dejaban ver algunos carteles donde invitaban al presidente a irse a la mierda o a Moscú que en ese momento eran para los fundamentalistas norteamericanos prácticamente lo mismo.

Tomaron el descapotable y en el recorrido se detienen varias veces para saludar a la cada vez más cariñosa multitud. Era mentira eso de que en Texas no lo querían, los Kennedy volvían a ser recibidos como si fuera unas estrellas de cine. Las medidas de seguridad ese día fueron ridículas, por donde pasara el presidente se veían las ventanas abiertas de los edificios, cualquier francotirador podría estar allí apuntándole con un  rifle, esperando la orden indicada para abrir fuego.

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Esa orden llegó a las doce y treinta del mediodía, justo al pasar Elm Street, al frente de un depósito de libros en donde en un evidente fuego cruzado le volaron literalmente la cabeza a John Fitzgerald Kennedy. Ese día no solo nació el mito sino un sinfín de teorías conspirativas que hasta la fecha solo han servido para confundir aún más a la opinión pública. Ahora que se cumplen 50 años del magnicidio los historiadores han intentado convertir a Kennedy en un tigre de papel. Los logros conseguidos en sus tres años de gobierno son pocos e intrascendentes , dicen algunos. Basta recordarles que en 1961 anunció el plan que tenía de poner la bandera de las barras y las estrellas en la luna, que indultó al líder Martin Luther King quien se podría en una cárcel por el solo hecho de ser negro, que luchó contra un Congreso hostil para que los norteamericanos fueran todos iguales socialmente, que evitó una confrontación con la Unión Soviética que había significado ni más ni menos que el apocalipsis y que intentó en vano sacar los 16.000 “asesores militares” que habían en ese momento en Vietnam.

El lunes, mientras el país lloraba el fin de Camelot, Lyndon Johnson les daba a los militares su maldita guerra. El golpe de estado había funcionado. De los 16.000 efectivos que había en 1963, se pasaron a medio millón de soldados en un par de años. Había quedado claro una vez más quiénes eran los que mandaban en los Estados Unidos de América.

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