Alejandra llegó a urgencias de la clínica SHAIO con dolor de estómago y un poco de vómito. Era el primero de junio del año 2012 y la niña, con tan solo once años de edad, le contó al médico de turno que lo más raro de su malestar era que llevaba dos semanas con mucha sed. Aquella noche la atendió José Miguel Espinosa, quien de manera mecánica fue llenando la historia clínica de la paciente sin realizar ningún otro examen de rigor. Sin embargo, como si fuera un vidente, diagnosticó a la velocidad del computador: gastroenteritis.
Los padres de la niña recibieron una fórmula donde Espinosa recetó: acetaminofén, ranitidina y suero oral, además, les entregó un documento que validaba una incapacidad de siete días. Agobiados de ver a su hija con las manos apretando su panza del dolor, indagaron si se le podía realizar un análisis mucho más riguroso. Palabras más palabras menos, Espinosa respondió: “urgencias es un servicio para salvar vidas y no para investigar enfermedades”.
De regreso a casa, adquirieron los medicamentos recetados y procedieron a seguir las indicaciones de aquel experto. Alejandra soportó con entereza por otro día más su dolor de estómago, pero el domingo entrada la mañana no pudo más. A las 9 AM del 3 de junio llegaron de nuevo a urgencias de la clínica SHAIO, pero está vez los atendió el médico Andrés Eduardo Carvajal. El joven galeno llevaba puesta una camiseta de la Selección Colombia y no paraba de hablar de James Rodríguez y del partido que jugaría el combinado colombiano aquella tarde en Lima contra el seleccionado de Perú.
Tras sentarse en su escritorio el médico Carvajal dedicó su tiempo a revisar la historia clínica, asintiendo con la cabeza lo que allí había dejado constatado su colega la noche anterior. Los padres como rezando un padre nuestro, le volvían a recitar los síntomas de la niña porque está vez Alejandra ya no tenía alientos ni para hablar. De nuevo el mismo examen físico, los golpecitos en el abdomen y el estetoscopio en el pecho, pero lo alarmante fue el peso de la pequeña: había bajado más de dos kilos en menos de dos días. Al médico le pareció normal. Incluso, nunca indagó -como lo dice el protocolo- por enfermedades hereditarias en la familia de la paciente. De manera que el nuevo vidente le dio la razón a su colega y no ordenó ni siquiera otro análisis de rigor sino que cambió la ranitidina por omeprazol. El padre de la niña le pidió a Carvajal, médico general, que llamara al pediatra de turno o a algún especialista para tener otro diagnóstico, que no importaba si se tenía que hacer por la vía particular, que no importaba el dinero, que solo importaba la salud de Alejandra. “Eso no es necesario, están exagerando”, sentenció el médico.
En casa Alejandra empeoró, ya estaba muy mareada, el dolor la había silenciado y sus reacciones eran pocas. Otra vez para la clínica SHAIO, donde está vez la atendió el médico Henry Simmonds, quien por fin hizo el mínimo examen de todos los exámenes: le pinchó un dedito y en menos de 10 minutos la prueba arrojó lo que hubiera podido evitar la partida de Alejandra. Los niveles de azúcar de la niña eran exagerados, normalmente en una paciente de esa edad deben estar entre 70 y 100, pero Alejandra los tenía en 537; es decir, en tres días el azúcar se le subió tanto que el diagnóstico fue ‘diabetes severa’.
De inmediato la remitieron a cuidados intensivos para evitar lo que a esas alturas ya era una fatalidad. La niña presentaba una somnolencia incontrolada pero el cuadro le había causado lo peor: daño cerebral por edema severo. “Tú eres mi papá, pero déjame dormir”, fueron las últimas palabras que Fabián Lineros escuchó de su hija. “Mamá, mamá, tengo mucho dolor de cabeza”, le dijo la chiquita a Eveline Goubert, antes de perder el conocimiento.
De ahí en adelante todo fue dolor, impotencia, padecimiento. Un paro respiratorio, tuvieron que entubarla; un paro cardiaco, tuvieron que reanimarla; el lunes 4 de junio, todo siguió empeorando; el martes, una sospecha de muerte cerebral; el miércoles 6 de junio, su ritmo cardiaco se disparó; en la tarde, se le detectó una infección vaginal, infecciones ligadas a la diabetes; entrada la noche la fatalidad llegó, muerte cerebral. A las 8:20 de la noche, después de cuatro días de tortura, la niña Alejandra Lineros Goubert, murió.
Todo por no realizar un pinchazo en un dedito. Dos médicos que no hicieron el mínimo del protocolo ante los evidentes síntomas: tomar una prueba de sangre para revisar el azúcar, pero en cambio, por dos días seguidos decidieron enviarla a su casa mientras silenciosamente una avalancha de glucosa iba matando el prometedor futuro de una niña de 11 años que le hacía las tareas de inglés a su hermano de 21. Alejandra se fue.
La tragedia para los Linero Goubert no paró allí. Con aquel dolor que no tiene nombre, trataron de salir adelante. Un par de meses después, Mateo, el único hermano de Alejandra, ante la soledad de su casa decidió hacerse un tatuaje en su espalda con el nombre de su hermanita y la fecha de nacimiento. Se adoraban. Todo iba bien, Mateo de 21 años, un joven atlético que tenía cierto aire al jugador James Rodríguez, cada noche lloraba encerrado en su cuarto para no angustiar a sus papás. Tal vez recordaba el día en que nació su hermanita y su mamá le pidió a su marido y a los médicos que la dejaran sola con Mateo y la recién nacida. La madre le pasó la bebé a su hijo y sentenció: “Mira Mateo, este es el mejor regalo que tu papá y yo te podemos dar: una hermanita para que el día que lleguemos a faltar, tú no te quedes solo. Cuídala”.
Un año y un mes después de la muerte de Alejandra, Mateo comenzó a presentar síntomas de sudoración excesiva y fiebre. El martes 27 de agosto de 2013, ante las molestias, los papás del chico decidieron llevarlo a urgencias, pero esta vez frente a los antecedentes no quisieron regresar a la clínica SHAIO, a pesar de que vivían demasiado cerca. De tal suerte que se fueron para el hospital San Ignacio. El médico que atendió a Mateo, contrario a los galenos que atendieron a Alejandra, le mandó a tomar más de seis exámenes de rigor. Aquella misma tarde, con el resultado de una radiografía de tórax pidió llamar a un especialista. Con un TAC, el especialista descubrió lo peor: cáncer de mediastino que, incluso, con una velocidad inusitada a esa edad, ya había hecho metástasis en los pulmones.
Las respiraciones de Fabián, Eveline y Mateo se detuvieron por varios segundos. Nudos en la garganta, lágrimas, abrazos, angustia, impotencia, maldiciones al cielo… dolor. De inmediato fue hospitalizado para practicar con otro oncólogo nuevos exámenes por si había un mal diagnóstico, pero éste confirmó la terrible noticia. Con una valentía sin igual, tres días después, Mateo aceptó iniciar la incómoda quimioterapia.
Ocho meses de agonía. A la par de la medicina científica sus padres lo llevaron a tratamientos alternativos, algunos médicos naturistas los tumbaron, otros les daban ánimos. Lo último que les faltó hacer fue darles sangre de buitre, si así se los hubiesen aconsejado. Mientras tanto, trataban de evitar el tema de Alejandra. Mientras que Mateo no perdía tiempo en recordar todo de su amiguita. La memorable actuación en la obra de teatro del colegio, donde Aleja de una docena de actores hizo el personaje principal en una puesta en escena de dos horas y en inglés. O aquel diciembre en el que Mateo se gastó todo el rubro de navidad en una chaqueta de $600.000 y un jean de $400.000, pero le hacían falta los zapatos, de modo que Alejandra no tuvo inconveniente en darle el dinero de la parte que le correspondía. Historias, momentos, cuando la vida sonreía.
El jueves 3 de abril de este año el estado de Mateo empeoró. De regreso a la clínica los médicos comenzaron a practicar cuidados paliativos. Su muerte era inminente. Dos días después, a las siete de la mañana de aquel sábado, el joven despertó de un sobresalto, miró a su mamá y a su novia quienes lo acompañaron toda la noche y les dijo que ya era hora de descansar, que ya todos debían descansar y les pidió que regresaran en la tarde. Se despidió.
El último acto de la generosa humanidad que realizó Mateo fue a las 10 de la mañana cuando le pidió a su papá y a su tío que lo bañaran y lo afeitaran, quería estar guapo como siempre. Uno de los enfermeros ayudó mucho en dichas labores. De modo que Mateo le pidió a su papá que le trajera la plata que tenía en el pantalón con el que había entrado días antes a la clínica. Sacó los billetes y se los entregó al enfermero y le increpó cuando este trató de devolvérselos. “Se los quiero dar, usted hizo algo muy bonito por mí, muchas gracias, Dios lo bendiga”, le dijo el adolescente en medio de su agonía. Mateo murió a las 8:05 de la noche de aquel sábado 3 de abril de 2014.
Para muchos familiares a Mateo se lo llevó la tristeza de la intempestiva muerte de su hermanita. La tristeza también mata. Para otros, fue la propia vida y los designios de un ser superior. Desde hace un mes el matrimonio Lineros Goubert también está a punto de morir. Fabián después del trabajo se encierra en un nuevo apartamento al que se fue a vivir solo. Eveline cada mañana lo llama y se desespera cuando no contesta. Tienen más de 45 años y dicen que volver a empezar es muy duro.
Por lo pronto desean que se haga justicia. Para ellos como para el abogado Wilson Caballero, del Bufete de abogados De La Espriella Lawyers | Enterprise, fue evidente y fáctica la negligencia de los médicos José Miguel Espinosa y Andrés Eduardo Carvajal Sabogal, además de los directivos de la Clinica SHAIO, como al gerente general Alberto Lineros, por no haber tenido el día que llegó la niña, los especialistas indicados como un pediatra de turno; y al jefe de la unidad de cuidados intensivos, Gabriel Casalet, quien se encontraba por fuera de la ciudad y quien además se demoró en autorizar la atención de otros especialistas en este caso.
Sospechosamente el día que murió Alejandra, la dirección administrativa y financiera expidió un paz y salvo en minutos y le informaron a los padres que no debían un solo peso. También, un tío de Alejandra se apresuró a pedir copia de la historia clínica de la niña, documentos que están en manos de la familia y los abogados, porque curiosamente días después los archivos se habían extraviado. Por todo lo anterior y después de dos años, la Fiscalía decidió imputarle cargos por homicidio culposo a los médicos y profesionales de la clínica tras las pruebas aportadas por la familia de Alejandra. Por ahora los Lineros Goubert, solo atinan a pedir una cosa: “Que los dos médicos negligentes que atendieron a Alejandra y la mandaron para la casa aduciendo que era una simple gastroenteritis, jamás se vuelvan a poner una bata blanca y jamás vuelvan a pisar un hospital”.