Se nos rompió el bluyín. Pero no de tanto usarlo, ni de tanto loco abrazo sin medida, ni, mucho menos, por haberlos devorado como fieras, como le pasó al amor que cantaban, blanqueando el ojo y llenando escenarios, las Rocíos. Nada de eso. El bluyín se nos rompió de puro esnobismo. Por capricho de los emperadores de la streetwear, a quienes los y las fashion victims —que ya no se sabe quiénes son más borregos, si ellos o ellas —obedecen sin chistar. La moda aunque incomode; valiente esclavitud, valiente estupidez. Renunciar voluntariamente a la libertad de vestirse de acuerdo a los dictados de la real gana, es hipotecar la personalidad, en aras de la aprobación de los demás.
Ahí van las ovejas Dolly en fila india.
Dan lástima las mujeres que se aprietan con la inconsciencia con la que se deja apretar una salchicha, aunque les cueste respirar, no puedan estornudar y caminen como si se estuvieran reventando; se trepan en plataformas solo aptas para lanzar cohetes; se mandan a inflar escotes y traseros; se ponen la boca como si la hubieran metido a un avispero… Todo, porque se está usando. Y dan lástima, también, los hombres que hacen cosas parecidas: se arrancan los pelos del cuerpo, se tiñen las canas con negrumina —no sé lo que es, se lo he oído a mi mamá—, se dejan la vida en los gimnasios para marcar abdominales… Es lo que se está usando.
Y, caído del Everest de la extravagancia, el complemento perfecto: los bluyines rotos.
Muy a propósito, me encanta un párrafo de Muriel Barbery en La elegancia del erizo, que está en la página 270 y dice así: “Si hay algo que aborrezco es esta perversión de los ricos que consiste en vestirse como pobres, con trapos dados de sí, gorros de lana gris, zapatos de clochard y camisas de flores que asoman bajo jerseis raídos. No sólo es feo, sino también insultante; no hay nada más despreciable que el desdén de los ricos por el deseo de los pobres”. (En realidad quien lo escribió fue la señora Michel, la inolvidable portera del número 7 de la calle Grenelle).
Cada que me cruzo con una Lolita, o con una cuchibarbie, o con un cuchikent o un gomelo de alta cuna y baja consideración, pavoneándose por el universo de Medellín, de Bogotá o de cualquiera otra ciudad —para estar al último grito, Colombia entera parece cortadita con la misma tijera-— con trozos de nalga o de muslo o de rodilla o de pantorrilla o de lo que sea al aire, gracias a las hilachas de bluyín que llevan puestas, siento vergüenza ajena y ganas de lanzarles a la cabeza la obra de doña Muriel.
Y también siento rabia de que en un mundo, un país y unas ciudades tan complejas e inequitativas como las nuestras, en las que campea la pobreza, los dictados de cierta moda (¿quiénes son los dictadores?, porque en la industria hay gente creativa e innovadora que mantiene los pies en la tierra) obnubilen la conciencia de los súbditos, hasta el punto de convertirlos en presencias insultantes para miles de personas que, muy a su pesar, tienen que salir de sus casas —si es que las tienen— con la ropa rota o, en el mejor de los casos, visiblemente remendada. Es decir, lo que debería ser reflejo de la realidad lacerante que nos rodea, la cotidianidad lo frivoliza. Y, entonces, las carencias de unos, por la magia de birlibirloque se convierten en el exhibicionismo de otros. Parecería que las grandes cadenas de tiendas, etiquetando de trendy lo que sale de la base de la sociedad (el parlache, los cortes de pelo, la música, las vestimentas) cobraran venganza con esas comunidades que las invaden.
Estamos de acuerdo, señora Michel, esa manera de vestir —cuidadosamente displicente— que tiene Colombe, la mayor de los Josse, que se ha extendido como mancha de aceite entre los fabricantes del bluyín, en buen castellano tiene una sola definición: irrespetuosa.
Copete de crema: Capriles viaja de nuevo, se les complica la cosa a Maduro, Rangel y Cabello. Ya no será solo Colombia el motivo de su paranoia.