La misa en el centro comercial

La misa en el centro comercial

'Los vestigios de un antiguo ritual entre la lógica consumista'

Por: Diana María Lozano Prat
junio 18, 2015
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La misa en el centro comercial
Imagen Nota Ciudadana

El domingo pasado pasé por un centro comercial muy visitado en Bogotá. Eran como las diez de la mañana cuando en la mitad de una de sus plazoletas me llamaron la atención los cánticos y las alabanzas que se suelen escuchar en una iglesia. Recordé que había visto varias veces este fenómeno con algo de indiferencia aunque no dejaba de parecerme inquietante. Sin embargo, ese día me acerqué un poco más a la escena. En medio de las tiendas, los almacenes, afiches y marcas, se sentaba un grupo de personas alrededor de un altar improvisado y un sacerdote que oficiaba con un tono de voz grave y solemne la santa misa. Las modelos mudas y seductoras de los anuncios y los maniquíes de mirada fija, gafas oscuras y atuendos chic, pendían en los escaparates en reemplazo de las esculturas de santos y ángeles de los templos.

A su alrededor, como si de cualquier escena común se tratase, circulaban casi sin percibir lo que sucedía los visitantes habituales, en su mayoría compradores o mirones. Un rato después, al terminar el acto sacro, los feligreses, tras darse la bendición, como por arte de magia se dispersaron entre los demás visitantes para hacer parte de otro ritual casi tan sagrado como el anterior y quizás más importante: el del consumo. Y digo importante porque para ellos, era más relevante estar cerca a sus objetos de adoración que a los emblemas de su fe. O si no por qué no desplazarse mejor a la iglesia, el lugar donde por excelencia se oficia su ceremonia más importante. Esto sin contar con que al frente del centro comercial hay una iglesia, es decir, pasando la calle. Me preguntaba cómo estos dos rituales que siempre me parecieron ajenos, ahora se asemejaban tanto y cómo no había notado antes lo parecidos que eran. Observé a las personas tras las vitrinas probándose prendas de ropa y a otras, en los restaurantes cada vez más abiertos y menos íntimos, ante los ojos de todos; haciendo despliegue de su poder adquisitivo y su solvencia económica y no me parecieron tan distintos a los que horas antes había visto en la misa, frente a todo el mundo exhibiendo su fe como si de otra de esas vanidades consumistas se tratase. No me eran muy distintos los unos de los otros y me preguntaba cómo la iglesia había podido pensarse oficiando en un escenario tan mundano, impersonal y frívolo como el de un centro comercial, un lugar al que se acude cuando uno se quiere desconectar, cuando no queremos pensar en los problemas cotidianos y queremos simplemente pasar un rato de esparcimiento, de consumo fetichista y a veces compulsivo. Sin embargo, hallé lógicos dichos comportamientos a la luz de las nuevas tendencias que nos llegan de los medios, en las cuales lo privado se ha vuelto público y donde ya no nos extraña que la intimidad de las personas circule libremente por las redes; al contrario, quien no lo hace es considerado apático o antisocial. La gente acude a estos lugares por razones diversas, pero están hechos desde la lógica de la exhibición, de hacer sentir a sus visitantes una sensación placentera y voluptuosa de privilegiada exclusividad y de sofisticación. Lo cual no es que sea malo o bueno, pero sí muy contrario a lo que encontraríamos en un lugar como la iglesia en donde se busca sosiego, paz, humilde recogimiento y renuncia a lo mundano para dar lugar a la reflexión espiritual. Así que recordé a Baudrillard cuando hace alusión al signo y a su volatilidad en relación con nuestras necesidades y la lógica del intercambio. Pensé en cómo el mundo del consumo crea necesidades que nunca son satisfechas y que para satisfacerlas se acude al ritual de la compra, un ritual interminable que se alimenta de su propia lógica, muy similar a la lógica de la insatisfacción eterna de quien absorto en el mundo, nunca podrá estar a la altura de las expectativas religiosas y por ende, acude a un rito para continuar así el ciclo de caídas y redenciones. Solo que este último ofrece muchas menos satisfacciones y más remordimientos así que sucumbe paulatinamente ante una alternativa mucho más gratificante y menos incómoda.

La prueba está en que para observar el reemplazo de la una por la otra ya no se requiere ni siquiera que tengamos que caminar unas cuadras de más: los vestigios de un antiguo ritual y su semblanza se hallan allí, justo en medio de la opulencia consumista, rehusándose a morir en la plazoleta de un centro comercial.

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