El día de ayer empezó a circular en las redes una invitación, firmada por el partido Centro Democrático, a una misa transmitida por internet, cuyo objetivo es consagrar el país a la Virgen María y orar por la salud de los colombianos… todo esto programado para el día 13 de mayo, en recuerdo del evento de Fátima en 1917.
No sé si notan algo raro en dicha invitación. Por mi parte, no entraré a juzgar ni las calidades morales o religiosas de los miembros de dicho partido político. Cada cual, en su conciencia, tiene la libertad de profesar sus creencias como mejor le parezca. Sin embargo, sí es algo irónico que un partido político siga adhiriendo temas religiosos a haberes y a sus campañas.
En Colombia no hemos podido aún separar la política de la religión, cosa que, como es sabido, desemboca generalmente en desvíos de orden ético. Basta ver las recientes invitaciones del pastor Arrázola a seguir depositando el diezmo, en desconocimiento de la situación de precariedad de muchos de sus adeptos, o las jugarretas de sacerdotes, pastores y líderes religiosos en las elecciones presidenciales pasadas.
¿Pero por qué el matrimonio entre política y religión puede desembocar en desastres de orden ético? Como lo dije antes, no por las calidades religiosas o morales de los políticos que prefieren estas prácticas, sino porque política y religión son dos esferas humanas muy distintas. El referente religioso suele ser del orden de lo ‘sobrenatural’, mientras que el margen donde se juega lo político es aquel del gobierno de lo público. La persona religiosa se enfrenta, en su conciencia, a su relación con lo divino, mientras que en temas de política ella se enfrenta a las aspiraciones que tiene para su comunidad local o nacional. La incompatibilidad de ambas radica precisamente en los referentes en que se encuadran ambas esferas: la una en lo sobrenatural y la otra en lo público. Son referentes que en ocasiones, en muchas ocasiones se pueden cruzar y encontrar, pero que no se administran de la misma manera ni con las mismas consecuencias. De esto ya dieron fe las discusiones propias del siglo de las luces y que desembocaron en la revolución francesa, del mismo modo que los debates que se dieron en muchos lugares durante el proceso de surgimiento de los Estados nacionales.
Por eso, cuando un gobierno, un partido o simplemente un político se toma para su ejercicio público las tareas de lo religioso, deja en primer lugar de cumplir con objetividad y seriedad su tarea de servir a todos, más allá de afiliaciones religiosas. En segundo lugar, se pasa del campo de la persuasión de las ideas políticas a aquel de la manipulación de conciencias por ‘mediación divina’ interpuesta. Y en tercer lugar, deja de pensar los retos societarios de sus gobernados como una competencia suya en tanto que elegido democráticamente, para endilgárselos a potencias sobrenaturales. Si no hay solución a tanta problemática social, pues ya se sabe que el incapaz no fue el político, sino la divinidad que aquel puso como escudo y excusa.
Sucedería algo parecido si es un líder religioso el que se toma las prerrogativas del político. De hecho, el líder religioso conduce y forma la conciencia de sus fieles, de tal manera que ellos puedan dar un asentimiento en libertad a los principios de su credo. Esta función es de una gravedad máxima. Ya vemos lo que produce la desviación en la comprensión de este principio: desde abusos de confianza, sexuales, financieros, entre tantos otros que cada uno recordará. En todo caso, el pastor tiene contacto con la conciencia del fiel y esto debería ser útil exclusivamente para permitir a este último desarrollar su fe. En otras palabras, dicho acceso a su conciencia no debería ser para manipularla y orientarla a dar un voto, en el caso de unas elecciones.
En cuentas largas, tanto el político puede ser creyente como el pastor puede tener su preferencia política. Pero ambos son líderes en sus campos y deberían dedicarse a ejercer su influencia en sus propios campos. Transgredir las fronteras de uno y otro campo no constituyen solo una falta ética a sus profesiones, sino que infringen también el principio de Estado laico consagrado en la Constitución y aquel de la libertad de pensamiento y de afiliación religiosa consagrado igualmente en la Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Finalmente, no sobra decir que la historia está llena de ejemplos en los que se evidencia que el manoseo de política sobre la religión, o inversamente, no son sanos ni para las sociedades ni para las instituciones religiosas. Y por esa misma razón la modernidad dio paso a la noción y a la necesidad de la laicidad de los Estados. Así que zapatero a tus zapatos; político a tus políticas; pastor a tu iglesia.