Las acusaciones que le hace la justicia argentina a la viuda y al hijo de Pablo Escobar no son infundadas. Es probable que ellos no hayan sido conscientes de haber participado en una operación internacional de lavado de dinero. Es probable que sea cierto que ellos no supieran que José Bayron Piedrahita, “Simón” fuera un narco al que le seguía la pista la DEA por lo que cayó preso y está pedido en extradición. Pero las mentiras de Sebastían Marroquín, como se llama ahora Juan Pablo Escobar, el hijo del jefe del Cartel de Medellín, tienen más que ver con las que se dice que con las que dice. Argentina les brindo asilo, pero no por considerarlos unos santos, lo hizo por razones humanitarias. Y nadie enterado medianamente de la historia del narcotráfico en Colombia duda que la esposa de Escobar y su hijo hayan sido totalmente ajenos a la historia criminal de Pablo Escobar.
Con Escobar no había forma de mantenerse a raya o de ser neutral. No había forma de ser disidente. No se le podía llevar la contraria o sino, ni su propia esposa ni su propio hijo, habrían sobrevivido. Ellos hicieron parte de su engranaje delictivo en su momento y quiérase o no taparlo fueron cómplices en muchos crímenes. Incluso Juan Pablo Escobar se estrenó como sicario, aprendió a manejar armas y a asesinar para ingresar con rango a la estructura criminal del negocio de su padre. Y la esposa de Escobar, Maria Victoria Henao Vallejo, “La Tata”, cuya familia participó de las actividades criminales del capo de Medellín, sabía lo que hacía Escobar, lo que hacía su hermano, Carlos Arturo Henao Vallejo, lo que hacían Roberto Escobar y Alba Marina Escobar, hermanos del capo, quienes han contado sin desparpajos que le colaboraban en sus actividades delictivas y que lo encubrían.
Argumenta Juan Pablo Escobar, en generoso artículo que le publica la revista Semana, que hay una persecución por lo que se podría llamar algo así como el delito de consanguinidad. No es cierto. No es por ser familiares que los involucran. La familiaridad con el capo no da para ser sospechosos automáticamente. Lo que da para que sean sospechosos es su familiaridad con las actividades criminales. De hecho Juan Pablo Escobar frente al cadáver de su padre juró vengar su muerte y sentenció a sus enemigos. Y son muchos los que aún temen por su vida. Muchos los que no creen que Juan Pablo Escobar se haya salido totalmente del camino del mal. Algunos piensan que no ha tenido la oportunidad porque si no ya habría intentado por lo menos acabar con algunos de Los Pepes, la organización de mafiosos que se le revelaron a Escobar y que al final fueron determinantes en su muerte.
Por eso son muy pocos los que le creen. La mirada del hijo de Escobar produce el mismo miedo que producía la mirada de Pablo Escobar. Fui el periodista que en 1983 develó la historia del capo en un artículo publicado en Semana, llamado El Robin Hood paisa y tuve que hablar con el narcotraficante en más de una ocasión. Varias veces sentí ese miedo, como cuando me sentó junto a Jorge Luis Ochoa, para decirme claramente que Tranquilandia, aquel complejo industrial cocalero que había descubierto en los llanos del Yarí, el entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, no era de su propiedad, pero que si pertenecía a un amigo suyo, en directa alusión a la persona que me presentaba en ese momento. O como cuando tuve que presenciar en una reunión político mafiosa cómo se decidía por votación entre sicarios y prepagos la condena a muerte al político Alberto Santofimio, por haberse atrevido a expulsar al Patrón de su movimiento político, Renovación Liberal.
Esa mirada de Juan Pablo Escobar traslapa inevitablemente a la mirada de su padre, fría y calculadora. Mirada de odio y de prepotencia criminal que le brotó cuando vio al ministro Lara en televisión exhibiendo su prontuario. Mirada que le salió al ver la publicación del diario El Espectador cuando Guillermo Cano decidió revelar sus inicios en el mundo del narcotráfico en 1979. Mirada que se le notó cuando Luis Carlos Galán punteaba en las encuestas y anunciaba que extraditaría a los narcotraficantes. Mirada expresiva y rencorosa que dejó ver cuando Alvaro Uribe Vélez, con su movimiento Sector Democrático Liberal se enfrentaba al cacique antioqueño Bernardo Guerra Serna, al que Pablo Escobar patrocinaba. Mirada que se le vio siempre que intentaba disuadir no muy amistosamente a “Alvarito”como llamaban a Uribe, para que no se le atravesara en su camino político.
No es por su parentesco con el capo por el que lo vinculan al crimen sino porque muchos de los que lo conocen no le creen y porque por esfuerzos mediáticos que haya hecho o por relaciones públicas que haya manejado, como la de buscar al hijo de Rodrigo Lara, o a los hijos de Luis Carlos Galán para que lo perdonaran, no significa que haya podido exhibir una contundente distancia con el mundo criminal. No parece estar filosóficamente lejano a su padre cuando monta un negocio de camisetas con su figura, en el que al contrario se le ve muy orgulloso de un padre que decidió hacer del crimen un modus vivendi, un modus operandi y una filosofía de vida. No tiene Juan Pablo Escobar que arrepentirse de lo que hizo su padre pero la verdad no parece muy arrepentido de lo que le aprendió, de lo que compartió y de lo que calla, para que no otorgue. No refleja en su mirada que haya escogido una vida de bondad o bonhomía.
Buena falta le hace a su su familia y a Juan Pablo Escobar hacer una reflexión objetiva sobre los truculentos hechos que dieron lugar a la historia criminal de su padre y en lugar de justificar su accionar dar la posibilidad de ponerse en los zapatos de las víctimas para que pudiera emerger en sus almas un intento de resarcirlas, o de reparar algunos daños irreparables, o mostrar un verdadero arrepentimiento antes que tratar de lucrarse con la imagen de su padre, o de buscar negocios con aliados non sanctos. De hecho su historia se parece mucho a la de Fabio Ochoa Vázquez, quien por andar con lavadores de dinero así fuera haciendo negocios “sanos” terminó empapelado y extraditado. Fabio el menor de los Ochoa pagó los platos rotos de esa cohada de narcos que no entendió que una vez fuera del negocio debería saber comportarse y mostrar que estaba dispuesta a rehacer su vida a partir de hacer lo contrario de lo que habían hecho ilegalmente. Obras son amores y no buenas razones.