Cada día el magnate de 48 años, hasta hace tres años un dandy brasilero, Marcelo Odebrecht madruga a las seis de la mañana en su celda de 16 metros cuadrados. Hace cien flexiones de pecho para mantenerse en forma, desayuna dos barras de cereal, bebé café. A las ocho empieza el turno que comparte con los otros 18 presos que viven en el Edificio de la policía de Curitiba, para aprovechar las tres duchas eléctricas con las que cuenta la penitenciaría. Una hora después se reúne con sus abogados para programar los testimonios con los que se comprometió con la justicia de su país y de Estados Unidos para obtener una rebaja y cumplir solo la mitad de la pena: diez años.
En las tardes recibe a Isabela Álvarez, su esposa y sus tres hijas, Rafa, Gabi y Mari. Es la misma rutina que lleva desde junio del 2015 cuando fue encontrado culpable de pagar más de 788 millones de dólares en 12 países de Latinoamérica y en su país Brasil para obtener contratos para la empresa familiar fundada por su abuelo Norberto en 1944. Disparó la compañía a punta de sobornos que se convirtieron en una política empresarial desde que asumió la dirección en el 2008 en reemplazo del veterano Pedro Nibis quien había reemplazado a su padre Emilio Odebrecht.
En su casa, en el condominio familiar de Morumbí, un exclusivo barrio de Sao Paulo, avaluada en 16 millones de dólares, recibía a los políticos más encumbrados de Brasil. Hizo carrera en la constructora a la que ingresó en el 2001 una vez concluyó una maestría en negocios en la escuela IMD en Lausana, Suiza. Un obsesivo con el trabajo, Marcelo era capaz de estar despierto tres días seguidos ideando estrategias para convertir la constructora en la más grande del continente. Diversificó las obras: construyó centrales hidroeléctricas en La Patagonia, complejos petroquímicos en México, estadios de fútbol en Brasil, carreteras en Colombia y aeropuertos como el de Tocumen en Panamá. Maneja plata en efectivo; cuentan en el Brasil que viajaba en su avión privado con una caja fuerte en la que portaba USD 1 millón para las eventualidades que se presentaran en sus citas con gobernantes y funcionarios en los doce países de Latinoamérica donde tenía frentes de negocios.
En las navidades del 2014, su padre ofreció una cena en la casa paterna del condominio para celebrar los resultados descomunales de la gestión de su hijo Marcelo. La constructora tenía 200.000 empleados, presencia en 27 países y unas ganancias netas de USD 104 millones consolidando un patrimonio familiar de 30 mil millones de dólares. La felicidad duró poco.
Seis meses después se desplomó el castillo. El juez Sergio Moro y el equipo de fiscales dirigido por Deltan Dallagnol, había empezado a investigar el mercado paralelo de cambio en una red de gasolineras al que llamaron Lava Jato (Lavado de autos) cuando se toparon con una cadena de sobornos entre políticos a cambio de contratos con Petrobras. Moro había abierto la caja de pandora. En junio del 2015, Marcelo Odebrecht era capturado y condenado a 19 años de prisión. La dinastía de 72 años se resquebrajaba.
El resultado:
- El Partido de los Trabajadores que había gobernado 13 años el Brasil volaba en mil pedazos con la destitución de Dilma Roussef y la judicialización del expresidente Luis Ignacio Lulla de Brasil
- El expresidente peruano Alejandro Toledo está adportas de la cárcel
- El gobierno del presidente Uribe está tocado por vía del ex viceministro de Transporte, Gabriel García, quien recibió USD 6.5 millones para obtener la Ruta del sol.
- El gobierno de Juan Manuel Santos, por la adhesión del contrato de la vía a Gamarra que habría estado mediado por la posible entrada de un millón de dólares a la campaña que le dio su reelección.
Desde su estrecha celda en Curitiba, Marcelo Odebrecht pasa los días maquinando y reconstruyendo relaciones y contratos porque de su testimonio y su verdad pende la suerte política de más de un país latinoamericano, incluido Colombia.