Una tragedia jamás tendrá algo rescatable. Pero la peor tragedia que ha tenido el grafiti nacional dio paso a que en la ciudad de Bogotá, se empezará a reflexionar —y tomar acciones— sobre la imperiosa necesidad de fijar un marco sobre el cual trabajar la —no poco— paradójica idea de una política distrital grafiti.
Una política que se llamó Mesa Distrital Grafiti, un organismo descentralizado, sin poder de representación, y donde concurrían solo los que tuvieron el mérito de gastar su tiempo en pensar los cómos y para qués de una regulación y un programa de incentivos para desarrollar la practica del grafiti.
Desde el primer día, y alentados por la mayor sinceridad se llegó a un acuerdo, en el cual se definiría una política pública (vía regulación-vía incentivos) para la práctica del grafiti, más no una política o un sistema antivandalismo. La delgada línea entre uno y otro y sobre todo la emotividad de quienes comprenden la práctica vandálica como un espacio de formación alternativo e informal y una verdadera confrontación en la construcción visual —siempre hegemónica y excluyente— de la ciudad, llevó a aclararle a la administración una verdad definitiva: el vandalismo nunca se va a acabar. Y ojalá no se acabe, pienso yo.
Una de las mayores victorias, de esas tardes y noches, fue haber propuesto un borrador de decreto —que luego sería el decreto 75 de 2013— en donde se consideraba de la mayor importancia fijar las garantías suficientes, a través de la ley, sobre la integridad física y jurídica del practicante del grafiti. No se deberían repetir tragedias. En ocasiones como esta, los vacíos legales son el caldo de cultivo para el abuso de quien detenta el poder, o en este caso el bolillo y la pistola.
No obstante, ese proceso de reflexión, y de integración con el Idartes, en los tiempos valiosos de Cristina Lleras y su equipo, tuvo como mayor resultado tangible —algo complejo en los procesos culturales— la creación de un conato de corredor cultural en la calle 26 y que entre otros éxitos incluyó la participación de los mejores artistas de la ciudad y de varios artistas internacionales —por casualidad casi todos peruanos— en la construcción de miles de metros cuadrados, que hoy representan gráficamente —con bastante precisión— la fuerza creativa y crítica de la amada pero agobiante Bogotá.
A pesar de que los recursos asignados por el Idartes no fueron suficientes y creó una ficción en la administración distrital —actualmente vigente—sobre los montos de financiación de proyectos de esta envergadura, se debe reconocer que el modelo utilizado en la calle 26 debe ser replicado —y por supuesto mejorado— en aras de seguir avanzando en los resultados de procesos de diálogo y concertación como los que sucedieron —y espero sigan sucediendo— en la Mesa Distrital Grafiti.
Por sí quedan dudas de los principios y ánimos que llevaron a este proyecto a ver la luz, basta ver este documental de la artista inglesa Sophie Trew que da buena cuenta de lo que estaba pasando en Bogotá con el grafiti en esos promisorios días.
@CamiloFidel