Hace algunos años, viajé a la ciudad de Houston en compañía de una cantadora nacida en la parte baja de los Montes de María.
Salimos muy temprano del aeropuerto Rafael Núñez de Cartagena vía ciudad Panamá. Debíamos esperar tres horas para abordar nuestro vuelo, pero, tras el anunció de “problemas técnicos”, el tiempo se duplicó.
A eso de la una de la tarde, el hambre comenzó a reclamarnos.
Abordamos. Luego de media hora de vuelo, el “almuerzo” ofrecido por la aerolínea se perdía entre bellas bandejitas de porcelana, recipientes de pasta dura, empaques de plástico, lujosos cubiertos de acero inoxidable con logos en su mango, y servilletas de variados tamaños.
Lo único que produjo aquel bocado, fue la reacción contraria.
Fueron 2.849 kilómetros, recorridos en 4 horas y 8 minutos, pensando en que al llegar a Houston comeríamos algo delicioso. Nada.
Un conductor afro cuya musicalidad al hablar era un encanto sonoro, nos recibió en el aeropuerto. Al instante comunicó que el hotel estaba a dos horas de viaje. La última esperanza era un restaurante en el hotel. Nos registramos, preguntamos por el restaurante: “Atiende hasta las 9:30 de la noche, no tenemos servicio a la habitación. “We really sorry, sir”, dijo la encargada al entregar las llaves de las habitaciones.
Ante tal desilusión, la cantadora soltó la siguiente frase: “Bueno, pero entonces salgamos a caminar por ahí, y busquemos una mesa ‘e fritos”.
De esa mesa de fritos, esa que te salva en una calle, que aparece en una esquina con su variedad de frituras fue uno de los temas desarrollado por los escritores Alberto Salcedo Ramos y Daniel Samper Pizano, durante el Festival del frito cartagenero. Si de comida se trata, ambos tuvieron columnas que se llamaron: Limonada de coco (Alberto) y Postre de notas (Daniel)
Alberto Salcedo reconoció en la mesa de fritos una forma de resistencia, una forma de trabajo digno. Matronas que encantan el paladar de su clientela. Recordó que en torno a la mesa de frito, brota la confianza. “Uno llega y comienza a pedir —dice—, come, pide otra, y así. Y al final, al momento de pagar, la misma doña que te entregó los fritos, pregunta ‘¿Qué te comiste, papi?’ Entonces uno dice, dos caribañolas, una empanada, una arepa e’ huevo, y una chicha de maíz”. Nada se discute. El cronista advierte que si hubiera más mesas de fritos en el país, seguramente aprenderíamos a ser más honestos.
Daniel Samper Pizano por su parte, reconoció que en la comida está la unión del pueblo latinoamericano. Los nombres de los fritos cambian, pero los ingredientes son muy similares, el maíz une a nuestros países. Si bien las fritangas del Caribe y las del interior son muy diferentes, los conceptos son parecidos. “Hay carnes de todo tipo, algunas de origen incierto, hay papa chorreada, chicharrones, morcillas, longaniza, chunchullo, panza, ubre, orejas de puerco, de todo”.
Alberto Salcedo destacó que la comida es también una forma de aproximación periodística con sus personajes, porque al momento de comer, los sabores te remiten a la infancia, a momentos específicos de la vida, a la madre que los preparaba. Detalles que enriquecen sus crónicas. “A veces, invito a comer a mis personajes, vamos a un restaurante y ahí ya es otra persona”.
Daniel Samper Pizano amante de la literatura, y como miembro de la Real Academia, reconoció que más allá de las correcciones, si es “carimañola” o “caribañola”, “empanada” o “arepa de huevo”, hay una riqueza popular, una tradición que se hereda, y que debe ser parte de las búsquedas del periodismo cultural, indagar en los misterios del fogón y la paila con aceite.
La vieja Mayi, mi madre, que aprendió a cocinar a orillas del Magdalena, decía que el aceite caliente mejora cualquier cosa. Bastimento del sancocho del día anterior, astillas de yuca rucha o harinosa, trozo de ñame hervido, carnes manías dejadas al sol, arepas de arroz trasnocha’o “El aceite caliente purifica, mijito”, decía con esa voz de presagio que ha tenido siempre.
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Las preparaciones tienen también sus misterios que las matronas preservan como mitos ancestrales
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Las preparaciones tienen también sus misterios que las matronas preservan como mitos ancestrales. El punto, la mano mala, el reposo… también están en frases de genial encanto: “Cuando ya tú lo veas cogiendo grumos,… lo bajas para que se repose”, “En un momento que se pone terroso… Ahí, ya está” “Vas revolviendo hasta que sientas la dureza en la cuchara… Ahí, listo” “No dejes que otra mano revuelva, porque se corta… se echa a perder todo”, “Le pones la misma pizca de sal que de azúcar, eso lo tiene uno en la mano”. ¿Dime tú?
Daniel Samper Pizano leyó apartes de la La balada del pan de yuca: “Es lo mejor que se manduca, / hay que jalarle al pandeyuca. / El pandeyuca es una joya/ de la cocina colonial. / Nuestros abuelos no sabían/ sin pandeyuca merendar; / suele mojarse en chocolate, / también se puede rellenar/ con dulce de breva o moras/ es bocado de cardenal.//
De la literatura se pasó a la música “Yo sí soy, yo sí soy, el cocinero mayor”, canta Joe Arroyo con la orquesta de Fruko. “Palenquerita” “Arroz con coco” “A pila el arró’”, “Patacón pisa’o”. ¿Algún aporte a la playlist?
Luego de la conversación, los excelsos conversadores salieron a caminar, a buscar sus propios fritos en las mesas del parqueadero al lado del monumento a las botas viejas. Caribañolas de queso, carne, camarón o chicharrón. Arepas de huevos con carne, langosta o langostino. Fritos veganos de maíz amarillo, papas rellenas… En esas mesas de fritos, encantos del Caribe.
Si en Houston hubiéramos encontrado solo una de esas mesas, la habríamos pasado mejor. Al llegar a la puerta del lujoso hotel, en busca de algún masticable, la noche se perdía en un horizonte de pequeñas luces que se encendían y apagaban en la distancia de una autopista lejana.
Entonces pasó. La cantadora sacó de su bolso una pañoleta de colores, la que tenía unos quince nudos tejidos entre sí. Comenzó a desatar y desatar… De las entrañas de la pañoleta fue brotando como robusto embrión, un bollo de mazorca negrito: “Niña, llévate un bollo que no vas para tu casa”, verseó alegre aquella mujer.
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CODA: Lo mejor, de lo mejor del Festival del Frito Cartagenero fue la ausencia de las emisoras Olímpica, Tropicana y La Reina, pregoneras del mal gusto y la ramplonería. Mafias de la payola, descarado enriquecimiento ilícito. ¡Qué alivio! Son las decisiones que hay que tomar y mantener. La cultura se rebela y revela en sus más sabios encantos. Las ventas aumentaron y el público gozó más. El Festival reclama ya otro espacio.