Vivo en una sociedad cansada que se fue gastando en el remordimiento que produce el tener que ser feliz en un mundo donde el placer se aprecia como valor primordial y la negación del dolor es imperativo. Sí, los antinatalistas podrían desplegar sus argumentos en este punto mencionando lo inapropiado que, según ellos, es traer niños al mundo para sufrir. Vivo en una red ajustada por el fatalismo que mueve la industria y el capital, donde todo tiene que llegar, lo bueno como natural recompensa, el éxito como fruto del consumismo y el logro como objetivo impulsado por el hedonismo insensible.
Una sociedad que tolera únicamente el optimismo y está sugestionada en contra de la desilusión. Vivo en un lugar donde el ignorante habla iracundo y el sabio pasa desapercibido en silencio; donde un grupo de mujeres levantan un pendón que dice “María: aborta a Jesús”, y el cambio climático se vuelve discusión política cuando los ciudadanos no han sembrado un solo árbol en su vida. Es el mundo del espectáculo, donde se estimula la alegría fingida, a menudo en busca de un “like” o de un clic en la campanilla, de las fotos vacacionales, los filtros fotográficos y la presunción de la pareja.
Vivo en una sociedad donde la felicidad se acostumbró a maltratar el sufrimiento, acallándolo, negándolo, resistiéndolo y ocultándolo de la vida pública. Aquí hay que estar bien porque la debilidad no cuenta y el quebranto ahuyenta. El escozor que produce el vernos vulnerables y pálidos hace que la gente se muestre ruda, intemperante y posiblemente insensible; hay mucho de violencia en el comportamiento, mucho rubor artificial, pero muy poco de dolor manifiesto.
En el arte, por ejemplo, la espectacularidad es el código rector, y ni qué decir de la música comercial en la que lo superfluo parece ser la fórmula mágica para arroyar en descargas. Residente es un buen ejemplo de eso. Pero aquí se ha olvidado que las lágrimas bañan el alma y que el sufrimiento libera, así lo siente la madre al parir y el hombre que vuelve a caminar. Sufriendo se hace profunda la visión del mundo y se conoce lo que no se espera; pero la dictadura de los anestésicos sociales y las bravuconadas que imponen estilo nos privan ahora más que nunca de la realidad encarnada, volviéndonos insensibles frente a la vida, la humanidad y la convivencia proclamada.
Sin pensar en el martirio, el sufrimiento es necesario; se expresa en el cansancio y la fatiga, un poco en el sexo, en las narraciones de la propia conciencia y en el baúl de los recuerdos. Hay dolor en el desengaño, en una verdad culposa, en una mirada apagada, en la corrupción que todo lo destroza, incluso, en un momento feliz. Pero también lo hay en la conversación honesta con el amigo y en el cuerpo que de ejercitarse se forma. Empero, vivo en un mundo prediseñado para borrar el sufrimiento de las mentes drogadas por las versiones adictas a las apariencias.
También hay un dolor indescriptible que nos hace acordar de Dios, que silencia la razón y asombra con gemidos inexplicables desde el retrato de la gran miseria humana. Es ese dolor justiciero que no alcanza a salvar al necesitado y que permanece amenazante más allá de lo que se puede soportar, la visión de un niño hambriento y moribundo, por ejemplo. Vivo en una sociedad dispuesta a no sentir la decepción, a crucificar las emociones, a fingir sonrisas y entretenimiento, a tratar a la pareja como producto para que no duela, para no sufrirla; una sociedad que frente a las pantallas cree que todo es posible y que repite grandes discursos tendientes a evitar la desilusión: ideales de regocijo y esclavismos materiales que nos roban el sentido por falta de dolor.