Es aterrador. No hay otra palabra para describirlo. “Nada es Privado” el documental que revela las estrategias de manipulación política a la que fueron sometidos miles de norteamericanos para inducir su voto por Trump, demuestra una verdad que cabalga entre nosotros: el auge y penetración de las redes sociales implica el estrangulamiento de la democracia participativa, tal y como la conocemos hasta ahora. La información que voluntariamente dejamos en nuestros perfiles virtuales, se convierte en el principal insumo para que empresas de dudosa moralidad, rastreen nuestra indecisión política y la exploten estratégicamente; y como consecuencia, nuestro voto favorezca al político o a la decisión de turno y presupuesto. Lo tenebroso es que esta explotación se hace a partir de un bombardeo preciso de mentiras y noticias falsas que llevan al dubitativo elector al rincón más peligroso para un sistema democrático: la irreflexión que trae consigo el miedo.
No obstante, una mirada más periférica de las circunstancias puede liberar -en parte- de responsabilidad a las redes sociales e incluso a las empresas manipuladoras de información. El problema es mucho más de fondo, y consiste en la precarización del debate público de ideas y conceptos en las formas sociales más comunes y frecuentes entre nosotros. Las familias evitan la política en sus mesas para no dañar el ambiente de sus hogares; grupos de amigos prefieren imponerse un veto de silencio ideológico para evitar distanciamientos y disputas; los colegios y universidades enseñan la historia y las anécdotas de las democracias antiguas en vez de promover el debate racional y argumentado de los estudiantes.
Dejar de hablar de política con los nuestros, en la vida real y en el contexto físico, implica hacernos vulnerables a que las decisiones más importantes de la sociedad las tomen otros por nosotros. Y no simplemente otros, sino algunos mucho peores que nosotros. Mentirosos, codiciosos y estafadores que amortiguan su ineptitud con mentiras e incendios pasados por ideologías. Adicionalmente, reducir nuestras discusiones ideológicas a las opiniones circulantes en redes sociales, es dañino por la precariedad de estas plataformas para llevar a cabo un verdadero, profundo y sincero debate de ideas. En las redes todo es escándalo, indignación y olvido. Nada más.
Reducir nuestras discusiones ideológicas
a las opiniones circulantes en redes sociales, es dañino.
En las redes todo es escándalo, indignación y olvido. Nada más.
En efecto, la indiferencia ante el debate político nos ha convertido en presa fácil de las malas decisiones, los malos gobiernos y nos ha llevado de vuelta a cierta oscuridad. Dicha minusvalía democrática -perfectamente detectable por el afán de exhibición en redes sociales que padecemos todos- implica que seamos llevados a ciegas -y engañados- a las urnas. Sin embargo, la solución parece hallarse a la vuelta de la esquina: debemos volver a debatir las ideas y preferencias políticas con las personas más cercanas y queridas que tenemos, aún bajo el riesgo de la saludable diferencia de opiniones. Acostumbramos a la diferencia entre los que amamos para acostumbrar nuestros espíritus a la compresión del extraño y el ajeno.
Por años se ha sostenido que hablar de política es inapropiado e inconveniente; nada más alejado de la verdad y peligroso. La presencia del debate político constante, enriquecido por la diversidad, es la única tabla de salvación de la democracia ante el ataque sistemático de la mentira; solo a partir de confrontar las ideas blindamos y ejercitamos nuestra conciencia política. De esta manera nos hacemos indiferentes y críticos ante el poder del “meme” de última moda y el engaño falso que busca reducirnos a voluntades incapaces de tomar la mejor decisión posible. De otra forma, debemos empezar a evaluar un sistema distinto a la democracia tradicional que ya no parece bastar o ser capaz de adaptarse a los retos impuestos por las nuevas deidades virtuales.