La melodía es mejor cuando es compartida

La melodía es mejor cuando es compartida

Un encuentro fortuito con un pequeño le recordó el poder de la música para unir a la gente. Acá la historia

Por: Juan Felipe López Sánchez
enero 14, 2019
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La melodía es mejor cuando es compartida
Foto: Pixabay

Una última bocanada de aire arremetió contra mi nariz mientras terminaba de interpretar la partitura con el saxofón. Fiesta e’ negritos se llamaba la canción, compuesta por el maestro Lucho Bermúdez, gran intérprete de la música popular colombiana del siglo XX. Me encontraba en el salón de música, ubicado en el parque principal del municipio de Dabeiba, Antioquia. Su estructura alude perfectamente a la actividad que se realiza dentro de él: es la personificación de un tambor (bueno, mi imaginación de músico frustrado así me lo hace creer). Estar en aquel lugar siempre me carga de alegría, pues las melodías que surgen allí contrastan lo andino con lo caribe.

Eran las tres de la tarde y ya estaba guardando las partituras en el libro que las contiene cuando entró un niño de aproximadamente ocho años llorando. Dejé el saxofón a un lado y me acerqué a él con el fin de preguntarle qué le había sucedido.

—¡Nadie me quiere dejar jugar en el parque!— respondió el pequeño mientras sollozaba.

Traté de consolarlo, pero mis intentos avivaban aún más su tristeza. Lo que buscaba era compañía y diversión, así que yo podía hacer algo por él. De pronto, una idea surgió de aquel melancólico momento: sabiendo que me gusta la música y soy bueno (tal vez) interpretando las notas musicales, ¿por qué no hacer de esa capacidad una herramienta de entretenimiento para el pequeño? Inmediatamente me levanté y busqué dos flautas. Decidí tocar una canción con una de ellas, siendo esta Feliz Cumpleaños. Después de que la melodía estableciera un ambiente agradable en el lugar, el niño elevó su mirada hacia mí y empezó a acercarse con intriga: algo le había llamado la atención.

—¿Qué te pareció? —le pregunté mientras me sentaba en el suelo.

—¿Cómo haces eso?— fue lo primero que dijo mientras se secaba las lágrimas de sus ojos y su rostro se amenizaba— ¡Qué bacano!

—¿Te gustaría aprender?

—¡Sí!— respondió el pequeño con una sonrisa en el rostro.

Una sensación de alegría recorrió mi cuerpo cuando el niño se emocionó, había logrado hacer algo por él. Así que debí ingeniar una manera de enseñarle al pequeño a tocar flauta para que este entendiera mejor y no se aburriera, lo que resultó en una clase divertida.

—Dentro de la flauta viven dragones pequeños que quieren salir pero que no encuentran por dónde (¿en qué pensaba cuando le dije eso?). Esta es la boquilla, aquí pones tu boca y la aprietas fuerte con tus labios —le explicaba—. Debes soplar para que los dragones salgan por el orificio de abajo y no lleguen a tu boca.

—¿Si llegan a mi boca me matan?— respondió con sorpresa.

—¡No!— le respondí entre risas— Pero te calentarán la boca con el fuego que lanzan.

—¡Quiero tener una flauta por siempre!— expresó el pequeño con efusividad.

El pequeño miraba mis movimientos con sorpresa. Sus ojos se deslizaban al son de mis dedos cuando presionaba los orificios que la flauta poseía, mientras que su cuerpo se mecía al ritmo de las notas musicales.

—¿Para qué tapas los huecos?— preguntó el niño.

—Para que hipnotizar a los dragones y controlarlos— debía seguir con la historia de los dragones —así puedes hacer que se dirijan para donde uno quiera.

—¡Wow!— se asombró el pequeño mientras sus ojos se abrían con un brillo inocente.

Rápidamente se llevó la flauta a la boca y comenzó a transformar el aire en sonidos graciosos. “No me suena como a ti”, dijo él con pesar, pero le expliqué que con solo soplar no lograría producir aquellas melodías. “Se llaman notas musicales, y cada una de ellas se reproduce mediante posiciones que se hacen con los dedos sobre los orificios que tiene la flauta”, le contesté, e inmediatamente se lo demostré. Fue entonces que empezó a aprender sobre ellas, vislumbrando en cómo sus pequeños dedos buscaban con cautela los orificios para hacer sonar la flauta como él quería. La tarde avanzaba tranquilamente, combinada con las risas que la situación provocaba; y con ella, la clase también llegaba a su fin.

—Ya está tarde, es mejor que se vaya para la casa— le comenté— De pronto lo salen regañando.

—Yo vivo cerquita de aquí— respondió él— Todavía no me quiero ir.

—Pero yo sí debo irme, campeón— expresé mientras le sacudía el cabello. —Si quieres puedes venir mañana, yo le sigo enseñando.

—Está bien— respondió tristemente—, pero mañana voy a traer amigos. ¡Chao!

Su rostro se decoraba con una sonrisa mientras atravesaba la puerta para despedirse del lugar. Me sentía eufórico, pero pensativo. Era interesante entender a estos niños que buscaban compañía y diversión pero que logran con el objetivo escasamente, pues el trajín que se acomoda actualmente a la cotidianidad de las personas (y que han sido muchos los cambios en todos los aspectos por los que ha pasado la sociedad en los últimos tiempos) sesga la noción de niñez que se reproduce contiguo a ellos, convirtiendo a los niños en seres aparte, mínimos. Pero me satisface saber que pequeñas acciones con buenas intenciones logran detonar sus emociones con nuevas experiencias de esparcimiento que en algún momento llegan a ser compartidos.

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