Cuánta majadería he tenido que leer en estos días buscando información sobre Stranger things. Había olvidado que los críticos de hoy, ya sean españoles o rolitos come crispeta, carecen de cualquier tipo de sensibilidad, de estímulos y de curiosidad. Su falta de criterio no les impide que el ego les crezca como un tumor maligno. Porque queridos amigos, he tenido que leer críticas que hablan mal del suceso cinematográfico del año, la prueba tangible de que Netflix ha llegado para quedarse, que no le teme a las experimentaciones, a las cosas extrañas.
La última joya de los hermanos Matt y Ross Duffer, quienes se hicieron conocidos por dirigir los capítulos más delirantes de Wayward Pines, es un portal que nos transporta directamente a esa zona del inframundo llamada los Ochenta. Yo sé que los veinteañeros la están disfrutando al máximo pero no creo que tanto como lo hacemos los dinosaurios que pastamos esa época. La carga nostálgica es tan profunda que, el domingo en que la vi completa, miré a través de la ventana los cerros bogotanos y murmuré una herejía: No siempre los tiempos pasados fueron tan malos. Las pandillas de niños de diez años cargados de Walkie-talkies, los raros peinados nuevos embadurnados de gel, los juegos de rol, Joy Division, Toto, The Clash, todo estalló de nuevo a mi cabeza como si en un viaje de ácido me hubiera montado en El Delorean del doctor Emmett Brown. Los ochenta, a pesar de Reagan y Pablo Escobar, no fueron tan malos. Al fin y al cabo éramos niños.
Como las grandes obras maestras del cine y la televisión, no sabemos muy bien a que género pertenece Stranger Things. Es más, ni siquiera sabemos bien de qué va. Solo nos quedan sensaciones: la felicidad de adentrarse en un viaje en el tiempo, de volver a ver a los amigos que tanto quisimos, los amigos que crecieron matando al niño inocente y aventurero que los habitaba, al niño insaciable de curiosidad, los amigos que se traicionaron siendo racionales, adultos, los que dejaron de soñar, los que se volvieron vendedores, tecnócratas, los que se enorgullecen de no jugar, de no pensar en ovejas cibernéticas, de no mirar las estrellas sin pensar en que ese punto blanco que titila en el espacio no es una super nova sino una nave nodriza que nos está mirando amenazantes.
Ese poder de evocación es lo que hace tan hermosa, tan gigante a Stranger things. El secreto sin duda está en su casting, uno de los mejores de los últimos años. Los tres niños protagonistas son adorables, Wynona Ryder, como la mamá histérica y nerviosa, tuvo un regreso acorde a su nombre y Eleven, la todopoderosa Eleven, es esa niña misteriosa que vivía al lado de nuestra casa, callada, profunda, hermosa y superior a nosotros los nerdos, los niños gorditos y feos que despreciábamos a las niñas porque era más cómodo decir que no nos interesaban a pretender establecer contacto con ellas.
Si creen que agotaron Netflix los invito a adentrarse a esta serie. Quedarán tan enganchados como Syd Vicious a la heroína. Les aconsejo que la dosifiquen, que no la consuman en una sola tarde porque apenas tiene 8 capítulos y la próxima ración demorará un año.
No llenen la inyección hasta el final. El camello aún está muy lejos.