La medalla del arribismo
Opinión

La medalla del arribismo

Por:
agosto 04, 2013
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Yo sería muy feliz si en Colombia existieran unos Word Games. Eso fue lo que pensé con la bulla que surgió del bonito gazapo en que terminaron los Juegos Mundiales de Cali, con sus medallas mal grabadas, premiando los “juegos de la palabra”, en vez de los Juegos Mundiales. Con los amigos que andaban alrededor ese día nos imaginamos algunas categorías y competencias para nuestros Juegos de la Palabra: Una división exigente, las diez rimas con “fácil”, y para los menos entrenados la competencia en “ahorcado” y las carreras de relevos para solucionar sopas de letras. Soltamos nuestra risita y dejamos muy claro, eso sí, que en nuestro juego “googlear” sería una forma de dopaje.

Mientras tanto, en los alaridos de las redes sociales y de la prensa, el torrente de indignación derivado de la falta ortográfica causada por una elusiva L, que haría de word, world, rozó los chistes sobre la “colombianada” del desliz y llegó hasta las cumbres de la imputación por la falta de profesionalismo y “chambonería” que delata un error tan pendejo.  Una falla imperdonable y vergonzosa por lo predecible cuando uno atiende los mil frentes de un evento semejante.

Pero el error no solo está a la mano por parecer una nimiedad que se vuelve un escándalo en medio de las carreras logísticas de un encuentro como éste. El error es fácil porque en Colombia hablamos en español y porque, entrenados por años para funcionar en la personalidad sonora de nuestro idioma “oficial”, nadie sabe muy bien cómo lidiar con esa L resbalosa, a menos de que el inglés le fluya naturalmente, por ser angloparlante nativo o por tener los diez puntos sociales, tan deseados, del bilingüismo hegemónico al que nos obliga el corriente orden mundial.  Si no, que alguien explique por qué las benditas medallas tenían que estar grabadas en inglés.

Póngase a un ejecutivo a decir que la cita es en el World Trade Center, o pídasele que pronuncie bonito y rápidamente la palabra girl, y llegamos a lo mismo. Son sonidos difíciles de agarrar cuando los músculos de la mandíbula de un sujeto se han educado para que la r no ronde ciertas consonantes. Tanta cartilla, tantos programas de alfabetización, tanto “r con r cigarro”, terminan en que nos forcemos a hacer la pantomima de dominar los vericuetos de un idioma que, visto desde el español, ni se pronuncia como se escribe, ni tiene por qué salirnos sonando natural. Lo natural, pensaría uno, es justamente que el resultado sea forzado, que el abordaje cultural de otro universo sonoro lleve puesto su trabalenguas, su tartamudeo, pero hacer fuerza con la lengua es pobretón, es vergonzoso, en nuestra colonia sur-norteamericana.

El mestizaje siempre es híbrido. Tiene que arrastrar esos forcejeos de la personalidad cultural nativa con la adoptada, o tiene que descartarse por la “pureza” obtenida de una colonización más absoluta y rotunda, más naturalizada a las malas. Aquí hay una comunidad que está intercambiando todo el tiempo sus referentes con el contexto general y son pocas las purezas —menos mal, digo yo— que uno encuentra en el mundo. Y por eso el asunto fonético ocurre igual para el otro lado, y el segmento castizo se tropieza en su propia historia. No hay que ir muy lejos al pensarlo. Para la muestra tenemos una de las cumbres de nuestro mestizaje local mediático: si habláramos un español más asentado en su idiosincrasia sonora no diríamos Márbel, sino Marbel  —con el acento marcado en la e, aclaro, porque no confío tanto en que una simple tilde transmita, hoy por hoy, el chistesito—.

La gran pregunta está, en el fondo, apuntando al arribismo y la antipatía con que nos relacionamos con la idea del mestizaje. En otro tiempo el gesto respingón se recostaba en el latín y en la gramática castellana y hoy refunfuña a media lengua en inglés. A ese fruto histórico tan difícil de abordar, al mestizaje que habla chapoteando, le debemos hoy, como lo han señalado con razón historiadores muy concienzudos, la ampliación de nuestra idea de “lo popular”, nada menos que la base de lo que llamamos “democracia”.

Alexis Nouss escribió la bella y viejísima historia de Mestizo, hija de los Titanes, engendrada por Océano y Tetis, capaz de furiosos engaños y reivindicaciones. Y aunque aquella Mestizo antigua parece tan lejana a nosotros, termina, en este relato, llena de palabras elocuentes con que podríamos acudir a lo que de ella nos queda: “astucia: cuando es seducción y encuentro, prudencia cuando no se congela en una identidad rígida”. Sabiduría, dice al final Nouss, cuando Mestizo se piensa como una musa de la ética.

Si no aceptamos con más tranquilidad las mescolanzas con que nuestro híbrido cultural insiste en manifestarse, olvidamos, al final, una condición ineludible para  vivir en una comunidad que se quiere más a sí misma, que observa con más cautela los discursos a los que quiere sumarse y que está dispuesta a asentarse en sus intercambios de una forma más constructiva. Para mí la mejor medalla será la que un día premie al buen humor de saberse impuro. La delicia de arrastrar una historia desportillada.

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