Por la entrada peatonal de la Universidad Eafit, en la avenida Las Vegas, Víctor León González Álvarez de 52 años, se dedica con esmero a atender el quiosco que heredó de su padre, donde vende gaseosas, café, cigarrillos, dulces, entre otros. Su carisma y cuidado en la atención le han permitido ganarse muchos clientes fieles, pero antes de instalarse aquí, este hombre en el recorrido de su vida estuvo varias veces de cara a la muerte.
Víctor nació en una familia antioqueña de siete hermanos, de los cuales, según su padre, él era el más echao pa’ lante. Desde joven ayudaba a su padre Fabio con una heladería que tenían, pero lastimosamente, lo económico no compensaba la labor. En el 81, el antiguo dueño de la heladería le ofreció un trabajo en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, donde comenzó a relacionarse con muchas personas, entre ellos, un capitán que trabajaba allí, que le ofreció laborar en un hangar cargando y descargando aviones. “No sabía qué era en ese entonces pero como pagaban mejor, por la plata baila el perro”.
Cargando y descargando, a Víctor le pidieron que probar la mercancía para ver la reacción: un polvo color crema el cual se fumó. A los pocos días, Víctor León estaba entregado al vicio del basuco. Comenzó a adelgazar y a deteriorarse, y las mentiras comenzaron a crecer. Cuando su familia se enteró, él decidió escaparse para Bogotá, donde comenzó a trabajar en el negocio. “Fueron cuatro años en los que hice mucha plata, plata de droga, claro. Logré montar dos empresas: una de confecciones y otra de baterías de carros. Todos los días era beba, fume y prostitutas, pero lo que por agua viene, por agua se va. Todo lo que había conseguido con droga, se me fue en droga esa hijuemadre”.
Entre esas noches de mafia y rumba, hubo una en la que se fue con su novia de ese entonces a reclamar una plata en una discoteca. Llegaron dos individuos en moto y comenzaron a fumigar el lugar. Hubo 23 heridos y 18 muertos esa noche, entre ellos la novia de Víctor. Herido en el suelo, abrió su boca y sus ojos, y se hizo pasar por otro de los muertos.
Esa noche terminó en el hospital. Una de las tres balas que recibió, había impactado la médula espinal y le dijeron que quedaría lisiado, que no podría volver a caminar y que si volvía a hacerlo, sería muy lenta la recuperación. “Me pegué de María Auxiliadora y de Dios, y gracias a ellos estoy caminando. Bueno, y a una cagada también. Me intenté parar para el baño y me pude sostener en las paredes. Unas enfermeras me vieron y me comenzaron a gritar “¡Bruto!”, “¡Animal!”. Les pude demostrar que sí podía”.
A los dos meses pudo volver a Medellín, donde se reencontró con su familia y con el vicio. Pero con su orgullo nunca perdió la vergüenza; no se drogaba en las calles sino que se iba para hoteles de mala muerte en Guayaquil a hacerlo. Acabó durmiendo en las aceras del centro de la ciudad, durmiendo en un pedazo de cartón y arropándose con un plástico. Varias veces tomó veneno y pastillas para matarse, pero nunca murió.
Después de dos años en las calles, se reencontró coincidencialmente un día con su madre. Aún recuerda cómo ella le acarició la cabeza y se quedó con un mechón de pelo en su mano; las drogas y el veneno lo tenían deteriorado y el pelo se le había comenzado a caer. Volvió a su hogar, donde estuvo seis meses recuperándose. Su familia le ayudó a replantear su situación y decidió montar un negocio de empanadas.
Volvió a trabajar cerca del Olaya Herrera, ya no cargando y descargando aviones sino vendiendo las empanadas Come Come, nombre que resultó de cuando un niño de unos cuatro años lo vio y le gritó a su mamá: “ahí viene las empanadas come come”. Para promocionarlas Víctor cantaba: “calienticas, sabrositas, come come empanaditas”. Un día un capitán le ofreció que si él mandaba a hacer un pendón del negocio, lo amarraría en su avioneta y le haría la publicidad. Fue así como el nombre Come Come le dio tres vueltas a Medellín por los aires.
Con nuevos impedimentos para hacer las empanaditas Come Come, Víctor tocó las puertas de Don Mauricio, un italiano dueño de una de las discotecas de la zona de Barrio Colombia. Se encargó del parqueadero del lugar y en una noche se hizo 420.000 pesos. Los taxistas de la zona lo empezaron a llamar Máscara, porque tenía el perfil del famoso personaje de cara verde: delgado y con la cara larga. Una noche, en la discoteca del italiano se iba a celebrar Halloween y harían un concurso de disfraces. Víctor no perdió el tiempo: se pintó la cara con vinilo verde, se quitó el poco pelo que tenía, se puso una camisa blanca de manga larga, un pantalón beige y una pava blanca; cogió el perro de su casa, se fumó unos basucos y salió. Esa noche se hizo tres millones de pesos en dos concursos que ganó.
En el 2009 se hicieron en Medellín las convocatorias del Factor X. Hizo fila por tres días, esperaba, iba a su casa a comer y a drogarse y volvía. Se presentó ante el jurado disfrazado de La Máscara y lo rechazaron.
En su aburrimiento regresó a su casa a consumir. Eran las 10:00 p.m., se estaba fumando un basuco y quería suicidarse otra vez. Estaba en el patio de su casa y miró hacia el cielo. “Quería hablar con Dios –llora mientras cuenta– y le ofrecí un trato. Estaba aburrido con mi vicio y le dije que si me dejaba pasar al Factor X y que si paraba a mi hermano de la cama, que en ese entonces tenía una enfermedad en la que se le quebraban los huesos solos, yo dejaría el vicio. A los tres minutos sonó el teléfono de la casa, era de RCN. Me dieron otra oportunidad y me pidieron una entrevista en mi casa. A la hora volvió a sonar del teléfono, era de la clínica a decir que mi hermano había recuperado el conocimiento. ¡Era un milagro!, tenía guardadas 70 papeletas de basuco, las tiré inmediatamente por el sanitario y hasta el día de hoy no he metido nada”, cuenta Víctor.
La Máscara tuvo cuatro meses de contrato con el canal RCN y sigue haciendo presentaciones en varias discotecas de Medellín. Con la muerte de su padre, se encargó del quiosco –cuyo nombre no puede ser otro que el de su padre mismo– donde recientemente lo han visitado de Espacio Público. Él pide que no lo saquen del lugar ya que ahí le va bien y tiene miedo de que si se va, pueda volver a la vida nocturna y recaer. Con amabilidad y humor es como Víctor González atrae a sus clientes día a día y es así como a lo largo de su vida ha ido superando etapas, logrando quitarse la máscara de su pasado.
Articulo escrito por Felipe Arcila G, Periódico Nexos, Universidad Eafit Medellín.