Cuando me enteré de las muertes en la discoteca de Orlando, me estaba preparando para salir con mi esposa hacia el mar, a visitar a mi hijo. Un día rutinario en la vida de dos personas, dos mujeres que viven juntas, que comparten el aburrimiento y las alegrías del día a día, dos mujeres que se quieren. Y en medio de esta rutina la noticia: cincuenta personas masacradas en un club gay en Orlando, Florida. El peor asesinato en masa en la historia de este país donde vivo. Nos montamos las dos al carro sin decirnos una palabra oyendo las noticias. No nos dijimos nada ni llamé a nadie. El silencio puede ser un grito aterrador. Y terror fue lo que se sintió en mi carro este pasado domingo. Terror al saber una vez más que el odio hacia los homosexuales continúa tan vivo y tan primario en todo el mundo. Y en el silencio terrorífico del carro me puse a recordar la letra de una de las canciones de mi musical favorito: SOUTH PACIFIC. Muchos de los lectores que tengan la edad mía, se acordarán quizás de la película basada en el musical. Siempre, siempre, esto me pasa a mí: en momentos graves, tristes, importantes, felices, mis recuerdos se tornan hacia libros y películas; mi vida explicada o en una página de papel o en una obra de teatro o en la pantalla grande. Siempre. Y esta vez fue la música de SOUTH PACIFIC con la letra de la canción titulada: “YOU’VE GOT TO BE CAREFULLY TAUGHT”, que traduce: “A TI TE TIENEN QUE ENSEÑAR CUIDADOSAMENTE”. Y para que el lector entienda la razón por la cual yo empecé a tararear esa canción en el día de la masacre, incluyo este aparte de la letra:
A ti te tienen que enseñar / a odiar y a tener miedo/ te tienen que enseñar de año en año/te lo tienen que repetir y repetir en tus oídos de niño/ te lo tienen que enseñar cuidadosamente/ te tienen que enseñar a tener miedo/ de personas cuyos ojos son distintos a los tuyos/ de personas cuyo color de piel es distinto al tuyo/ te tienen que enseñar cuidadosamente/ te tienen que enseñar antes de que sea demasiado tarde/ antes de que tengas seis o siete u ocho años/ a odiar a toda la gente que tu familia odia/ te tienen que enseñar cuidadosamente
Allí, en estas palabras de un musical producido por primera vez en Broadway en el año de 1949 (inspirado en un libro ganador del Pulitzer Prize), los músicos Rodgers and Hammerstein se atrevieron a crear un musical atacando el racismo como institución. En el caso del libro y la producción de Broadway usaron como ejemplo el racismo hacia los asiáticos: “TE TIENEN QUE ENSEÑAR A TENER MIEDO DE PERSONAS CUYOS OJOS SON DISTINTOS A LOS TUYOS”. Para mí esta canción lo dice todo con respecto al origen de cualquier prejuicio: el prejuicio (y la lista es tan larga), es enseñado, no nace con uno. Nunca. A uno se lo enseñan desde chiquito. Uno lo aprende en la mesa del comedor, en los paseos al río, en el colegio, en las miradas y las risas sin explicación, en las conversaciones de familia. De allí sale. Y se empieza a convertir en una bola de nieve que se hace más grande en la medida que uno va creciendo y oyendo los epítetos e insultos correspondientes a cada grupo. Y todos los seres humanos tenemos prejuicios. Parte de esta compleja condición humana. Nadie está libre de tirar la primera piedra.
Pero así como es de importante el reconocer que los tenemos, es aún más importante el confrontarlos y el tratar de eliminarlos. Porque son el temor y la ignorancia contra EL OTRO los que conforman los orígenes de una plaga que ha acabado a través de los siglos con millones de vidas en guerras sin sentido, en holocaustos, en masacres como la de Orlando, o que simplemente, sin necesidad de matar, ha destruido la salud mental y emocional de millones de personas consideradas inferiores: negros, indios, pobres, mujeres, gays. La lista es larga, larguísima, como es la lista de los insultos y de los ejemplos del prejuicio que a través de mis 66 años he presenciado y confrontado: mi lista va desde juzgamientos ridículos de algunos miembros de mi familia con respecto a “tu estilo de vida” (el temor del prejuiciado a decir “la palabra”), o a lo que escribió y vivió un hermano muerto hace ya casi 40 años. Es como si uno pudiera pasar de un siglo a otro sin romperse ni mancharse. Así de poderoso puede ser un prejuicio: interrumpe el concepto del tiempo.
Pero el que recuerdo con mayor claridad y dolor ocurrió un día, hace ya 30 años, cuando en un cuarto de hospital, yo, trabajadora social, estaba atendiendo a un hombre joven que se estaba muriendo de SIDA. Lo recuerdo como si estuviera metida en una película: el color de las paredes, la flaquísima pero todavía hermosa cara del hombre de 33 años, médico de profesión, con unos inmensos ojos azules mirando a su compañero y a la madre de este. Cuatro personas en ese cuarto y uno muriéndose. La razón por la me llamaron fue para “tranquilizar” al moribundo. Cuando yo llegué a verlo me saludo con una energía que no esperaba: “quiero pedirle un favor muy grande. Quiero que usted trate de llamar a mi mamá y le diga si puede venir a visitarme antes de que yo me muera. Me queda poco aquí: yo lo sé. Soy médico. Todos la han llamado: mi novio, mi suegra, mis amigos, pero a todos les cuelga el teléfono. Quizás si usted, siendo trabajadora social del hospital… “
Recuerdo su cara y la cara de todos. Recuerdo lo que sentí, recuerdo el querer llorar y no poder. Recuerdo como su mano buscó la mía. Recuerdo la delgadez de sus dedos. Recuerdo todo. Como salí hacia mi oficina con el número de teléfono de la madre en un papel. “Buena suerte,” me dijeron los tres al unísono. Yo marqué el número y espere a que alguien contestara. La voz de la madre. Mi voz explicando quién era yo y la razón de la llamada: ¡LA RAZÓN! “Su hijo, señora, se está muriendo y quiere verla.” Me interrumpió: you’ got the wrong number.” (Tiene el número equivocado.) Me lo dijo con calma, con su voz educada en las mejores universidades, voz de mujer adinerada”. Y continuó: “yo no tengo YA ningún hijo. Mi hijo se murió hace mucho tiempo. Hace exactamente ocho años. Cuando me dijo que era un degenerado. Hace ocho años le dije que yo lo consideraba ya muerto. Yo lo visitaré donde se visitan los muertos: en el cementerio. Have a good afternoon”--- Buenas tardes, se atrevió a decirme, y colgó suavemente con educado desprecio.
¿Cómo puede uno olvidar momentos como esos? ¿Cómo podré yo olvidar semejante odio, semejante tragedia? Treinta años después y pareciera como si cada vez que recuerdo esta horrible experiencia me acuerdo de algo más: el color de mi falda, las incómodas sandalias que estaba usando, mis piernas como autómatas yendo hacia el cuarto donde el hijo clamando por su madre se estaba muriendo. Recuerdo el sonido del aire acondicionado al abrir la puerta. Recuerdo los tres pares de ojos: “nada de suerte, ¿no es así?”, me dijo el muchacho. Yo no dije nada. Él lo sabía ya. La madre del novio lloró en silencio y me dijo: “por Dios, es su ¡único hijo!” Yo me senté cerca de él, muy cerca, y le cogí la mano. Su novio le acarició la frente. Él me preguntó si yo me sabía el Padre Nuestro. En español, le dije, y el muchacho se sonrió y me respondió: “pues usted lo dice en español y yo en inglés y ellos rezarán en hebreo, ¿qué le parece?” “Lo que tú quieras”, le dije, “lo que tú quieras”. Y así lo hicimos. Cuatro voces diversas expresando un dolor indescriptible. “Creo que en pocas horas ya no estoy aquí”, me dijo el muchacho… “poco tiempo”. Recuerdo que ellos me preguntaron si yo quería permanecer en el cuarto “hasta”….y también recuerdo que les dije: “será un honor”. Y allí permanecí. Una hora y cuarenta y cinco minutos. El médico moribundo lo predijo bien. Los tres habíamos formado un pequeño círculo alrededor de él. Como si lo pudiéramos proteger de algo. Fue la primera vez en mi vida que vi a alguien morirse. Recuerdo la madre del novio recitando el Kaddish, la oración de los muertos de la religión judía. Recuerdo a su compañero dándole un suave beso en la boca. “Good bye, my love, my life, my treasure, my joy.” Adiós, mi amor, mi vida, mi tesoro, mi alegría. Recuerdo a la madre del novio abrazando a los dos; al vivo y al muerto. Recuerdo mis manos enlazadas con unas manos muertas. Nunca he sentido tanta vida y tanto amor y tanto odio en un solo día, pensé. Y abrazando a todos me fui a mi casa a escribir en mi diario todas las palabras de las que fui testigo ese día. Para que nunca se me olvidaran. Y el viejo diario y los recuerdos de ese triste día veraniego resurgieron de nuevo este pasado domingo, camino hacia el mar, tarareando tristemente “YOU’VE GOT TO BE CAREFULLY TAUGHT.” A TI TE TIENEN QUE ENSEÑAR CUIDADOSAMENTE”…
¿Qué se puede decir sobre la masacre de Orlando? ¿Qué se puede expresar ante semejante expresión de locura y de odio hacia una comunidad entera de personas---en este caso los homosexuales---por el simple hecho de ser quienes son, quienes somos? Porque yo lo digo con orgullo: soy una de ellas, de esas personas que por siglos se las ha considerado “anormales”, “invertidas”, “degeneradas”. Y escojo solamente tres palabras porque si me pusiera a hacer la lista de los insultos homofóbicos, creo que podría escribir un libro o quizás una enciclopedia. Después de una semana de esta aterradora masacre --una de tantas que suceden en este mundo, donde millones de personas cada día escogen las armas y el odio al “diferente” como las únicas formas de manifestar su existencia. MATO Y ODIO, LUEGO EXISTO, PARECEN DECIR ¿Y cómo reacciona uno, cómo contesta, qué dice?
Quiero expresar que cada una de estas palabras está dedicada a los muertos masacrados en Orlando. Personas llenas de vida. La mayoría de ellas con nombres tan cercanos a mi lenguaje, a quien soy, a quienes somos todos. Oh, los nombres de los muertos, de cualquier muerto. Allí es cuando la muerte se individualiza, se siente, se llora. No es la muerte anónima de las noticias: Quinientos muertos allí, mil acá, diez mil por allá. Son los casi sesenta mil nombres de ese sombrío mar de muertos que uno ve en Washington. El monumento a los que murieron en Vietnam. O en una tumba cualquiera: nombre y apellido y fecha de nacimiento.
Los muertos de Orlando, para nombrar unos pocos: Rodolfo Ayala Ayala, de 33 años. Amanda Alvear, de 25. Javier Jorge Reyes, de 40. Y sigamos y sigamos, nombre tras nombre. Un nombre que es escogido casi siempre con cuidado, con esmero, con la esperanza que trae una vida nueva. Un nombre: el comienzo de nuestro comienzo. Lo que nos define, lo que nos hace únicos en el mundo. Como bellamente lo expresó la escritora Carolina Sanín al escribir la lista de los muertos en esta última masacre: “Cada uno, un mundo para siempre irrepetible”.