Hay risa y llanto. Canciones tristes, guitarras, piano. Sones, rumba, silencio y parranda. Machetes, sombreros, bala, bala... y Abadía Méndez cazando patos. Colombia en la Casa Grande y la Casa Grande en el Matacandelas.
Uno no puede dejar de sorprenderse cuando a los veinte minutos de comenzada una obra, contra la propia voluntad y contra la fuerza de los párpados, las lágrimas comienzan a escaparse ante lo representado, ante esas escenas que están en el inconsciente colectivo, en los resentimientos de todos los colombianos y que por eso las reconocemos y asociamos a historias personales y familiares. Todos cabemos en esa Casa Grande, porque como dijo alguien al salir del teatro “todos estabamos llorando”.
Debo decir que fueron las lágrimas las que me obligaron a escribir esta columna sobre la nueva obra del Matacandelas que revive, no la inmortal novela de Álvaro Cepeda Samudio, sino las circunstancias y el dolor de la masacre de las bananeras, y en ese dolor prototípico, todo el dolor recurrente de nuestra historia. ¡Qué manera de estrenar sala! Esta obra tiene todo el poder de mostrar lo que ya ha sido mostrado y aún así romper al espectador, hacerlo añicos, conmoverlo, incomodarlo, y aún así hacerlo quedar sentado al sentirse comprendido, representado. ¿Quién va a una obra de teatro sabiendo que le provocará lágrimas? Yo, hasta esta obra, a ninguna. En principio porque no creía que el teatro tuviera esa fuerza. Ahora comprendo, cuando escribo estas líneas, que esta obra tiene la virtud del arte de basarse en la historia y trascenderla. De hablar de 1928 con palabras y hechos cuyo eco aún nos mueve.
Lloré viendo esta obra como no lo hice ante el ¡Basta ya!, gráfico, fuerte. Ni ante la reconstrucción del asesinato de Gaitán, hoy gravemente injuriado por ciertas “autodefensas”, en Pa que se acabe la vaina, libro comprensivo, panorámico, necesario. Porque ninguna de esas obras tiene un coro que interprete todos los papeles que protagonizaron ese acontecimiento fúnebre, que viaje en el acto de Magdalena a Bogotá, que deje oír las voces de los huelguistas y suponga la del dueños de la Chiquita Fruit Company, entonces United Fruit Company, haciendo recuento de sus posesiones colombianas; que repita como nombre grabado en la memoria de la infamia: Carlos Cortés Vargas, Carlos Cortés Vargas, General, Decreto N°4 Por el cual se declara cuadrilla de malhechores a los revoltosos de la Zona Bananera…, que haga sentir la rabia ante el desprecio del Padre, ante el desprecio de los dueños de esta hacienda por el pueblo, por ese amasijo de indios y negros con que amasan su riqueza;que le de cuerpo a esas voces que tuvieron que seguir las órdenes. Porque tiene más fuerza ver cómo se trama una traición, cómo se justifica injustamente un genocidio, que ver las fotos de los muertos.
Esta obra representa a Colombia. Es un réquiem agridulce y como hay llanto hay risa. Como hay rabia e impotencia ante el propio pasado, hay espacio para la esperanza. Hay que acudir al llamado de la memoria. Ser valientes para permitirnos las lágrimas, reconocer y repetir con fuerza los nombres de los protagonistas, de las víctimas y los victimarios, reconocer el papel de cada uno. Para que en esta oportunidad, en que como al final de la novela nos encontramos de nuevo ante la decisión de preservar la vida, de interrumpir el círculo vicioso del odio, de decirle no a la rabia tras haberla exorcizado; tomemos la decisión correcta por el país, por nosotros, por todos los que han puesto el pecho ante el fusil criminal y no le han dado la espalda diciendo “prefiero ser un hijueputa vivo que un hijueputa muerto”.
La Casa Grande (aquellas aguas trajeron estos lodos), tiene sus últimas tres funciones en esta temporada los días 7, 8 y 9 de la presente semana. En el Teatro Matacandelas, centro de Medellín. No se arrepentirá.