La historia la leí en una de esas emperifolladas novelas de Paul Auster. Pero creo que es verdad, quiero creer que es verdad.
Kafka, desahuciado ya por los médicos, desalentado por una larga disputa con su padre y frustrado porque parecía que nunca iba a cumplir su sueño de vivir de la literatura, se retira a un hotel en la ciudad húngara de Cesj, en donde tres siglos atrás Erzhebet Bathory, la condesa sangrienta, moriría emparedada en el último piso de una lúgubre torre después de desangrar a más de trescientas doncellas en la búsqueda desesperada de la eterna juventud.
Frente a un parque daba el ventanal del amplio piso que habitó el escritor durante su breve retiro magiar. La idea era estar allí, donde nadie lo conocía e importunaba, para terminar una novela que le corroía el cerebro desde hace mucho tiempo: las vicisitudes de un agrimensor condenado a medir un castillo enorme, tan enorme que no tenía fin, como esa muralla China que describiría hace ya muchos años, cuando aún era un muchacho que se debatía entre la presión de ser alguien o sucumbir al bohemio y mendicante encanto de la literatura.
Se sentaba en las tardes en el parque de tréboles marchitos. Los viandantes se sorprendían al ver a ese hombre flaco de rostro pétreo y ojos saltones como los de un insecto, inmerso en intensos ataques de tos que lo hacían acostarse, agotado, en la fría piedra de los bancos.
Regresaba a su apartamento tarde a sentarse frente a lamerse, como una llaga, la frustración de la hoja en blanco. El castillo, como la edificación descrita en el relato, parecía no tener fin. Está comprobado que del cielo lo único que baja es la lluvia o la nieve. Nadie ha podido ver a una musa descender. Kafka lo sabía, pero aún así combatía el tedio sentado en el mismo banco, rodeado de las hojas secas del otoño y de los incontables papelitos empapados con la sangre que, en coágulos, no paraba de salir de su boca.
Una tarde se encuentra con una niña llorando al lado de un árbol. El llanto era tan profuso y desgarrador que el autor de La metamorfosis se levantó y jadeante llegó hasta donde estaba la muchachita. Era pequeña y flaca, su rostro estaba cubierto por una delgada capa de hollín. Lo único vivo en ella eran sus ojos grandes que emitían el brillo escandaloso de la tristeza y el hambre. Conmovido, Franz Kafka se agachó y tomó de los hombros a la pequeña mendiga. Al preguntarle qué era lo que le pasaba, la niña contestó, entre sollozos, que su muñeca Londrina había desaparecido, “la dejé allí, al lado del árbol, mientras que recogía las hojas, te pagan lo suficiente para comprarte un pastelillo si recoges muchos hojas, la dejé allí y cuando volví ya no estaba”.
El genio, recurriendo a la facultad innata que tenía para mentir, la miró a los ojos y le dijo sin que le temblara la voz “Londrina está bien, lo que pasa es que se ha hecho grande y quería ver el mundo sin ti”. “¿Cómo lo sabes?”, espetó la niña entre escéptica y expectante y él, pasándose por la boca roja un papelito le respondió “porque ella habló conmigo antes de irse y me lo dijo. Me pidió mi dirección y me prometió que mañana me mandaría una carta para ti”. “No sabía que Londrina sabía escribir”, dijo la niña a la que su imaginación le permitía creer que la muñeca pudiera tener vida propia pero no poseer la facultad de escribir. “Mañana nos vemos a esta misma hora y tus dudas estarán disipadas”. El hombre se levantó, le dio la espalda a la niña y entre toses, sofocado y exhausto subió al piso en donde vivía.
La hoja en blanco ya no era una amenaza. Ahora abandonaría para siempre su intención de acabar El castillo y se centraría en la noble tarea de llenar de esperanza la prematuramente vacía y triste existencia de una mendiga. Diariamente iba entregándole a la niña las cartas de viajes imaginarios más bellas jamás escritas. Londrina navegaba en barquitos de papel por la Vía Láctea, se dejaba caer por espesas y ruidosas cataratas que la llevaban de vuelta a los tiempos de los faraones, cuando ayudados por hadas magníficas, construían sus oráculos en formas de pirámides. Durante ocho meses Kafka alimentó la ilusión de una niña que había perdido a una muñeca pero que gracias a su infortunio había logrado atisbar el paraíso literario de la mano de uno de sus ángeles.
Kafka, que pensaba terminar la más importante de sus novelas con las pocas energías que le quedaban, terminó haciéndose pasar por una muñeca que escribía cartas desde la más recóndita y verde luna de Saturno.
La literatura y sus mentiras son el mejor alimento para un alma enferma.