La manzana de Eva

La manzana de Eva

Por: Eva Duran
febrero 05, 2014
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La manzana de Eva

Nací en Cartagena pero soy de Barranquilla, pues uno no es del lugar en el cual nació sino en el cual desea morirse.

Como digna representante del ascendente sagitario, mi carta astrológica señala un camino de cambios radicales de residencia, exilio y permanentes fluctuaciones y viajes. En efecto, así fue mi destino desde que tuve la inmensa desgracia y la terrible dicha de venir a este mundo en la maternidad de Bocagrande de Cartagena.

Soy la primogénita del matrimonio de mis padres. Él es un administrador de empresas que es la esencia y pasta del quillero: parrandero, mujeriego, gozón y mamador de gallo como el que más. Entre otras cosas, se acaba de ganar por segundo año consecutivo el trofeo de sonido sobre ruedas audio-car Caribe. Pertenece a una familia de prósperos empresarios que crecieron jugando bola de trapo en las ardientes arenas de la calle segunda del mamón, en el Bosque. Su abuelo materno, de apellido Flores, fue un latifundista que en su momento alquiló sus tierras a la tristemente celebre empresa gringa United Fruit Company (remember, masacre de las bananeras, 1928).

Cuando nací mis padres vivían en el barrio San Pedro y luego, por las incontables peleas y reconciliaciones entre ellos, vivimos consecutivamente en Blas de Lezo, los Caracoles, Torices, El Socorro, Buenos Aires, Crespo, Urbanización San Juan, El Carmelo, Paseo Bolívar, Nuevo Bosque... Tenía 13 años cuando nos mudamos para Barranquilla y vivimos brevemente en El Concorde y en Costa Hermosa. Regresamos a Cartagena cuando tenía 17 y luego volví a los 23, por cuenta propia, a Barranquilla, a hacerme la vida como periodista.

Viví en el barrio Paraíso con mis abuelos, y luego me mudé sola para la carrera 72 con 48, luego para Ciudad Jardín y después para Los Nogales. Estuve una corta y curiosa temporada viviendo en el barrio prostibulario de La Luz, donde mi vecina en el mismo piso del edificio era (es todavía) una proxeneta que trabaja negociando los favores sexuales de hermosas escolares que luego del colegio se van para este lugar con el uniforme y la mochila llena de libros. Dicen en sus casas que van a estudiar juntas y a hacer investigaciones, se convierten en Lolitas despampanantes y se sientan en el balcón a esperar que los clientes vengan por ellas. ¿Denunciar a la policía? ¡Olvídenlo! Los de verde llegan también en sus flamantes patrullas buscando nenas.

Creo que en mis 31 años de vida he cambiado por lo menos 21 veces de residencia (en Alemania, donde ahora vivo, ya llevo dos), lo que me hace toda una experta en el jaleo. Sé exactamente cuantas cajas necesito, y armo y desarmo una casa en dos días. Mi familia confía tanto en mi habilidad para organizar y decorar que, a veces, abusan. En una oportunidad se mudaron estando yo en un encuentro de poesía en Bogota y cuando llegué al nuevo hogar encontré que cada quien había desempacado y organizado su cuarto, y ¡Me habían dejado el resto de la casa a mi!

De Blas de Lezo, donde viví a los 5 años, el recuerdo más fuerte que tengo es el de la sensación de plenitud, seguridad y bienestar que sentía en la madrugada. Sé que nunca volveré a vivir a Cartagena, porque la ciudad que amo ya no existe, está sólo en mi corazón, perfecta e intocada, pura, idealizada y eterna en la memoria. Tuve la inmensa suerte de pertenecer a la última generación de cartageneros que crecimos con la certeza de la seguridad y la perfecta libertad.

Mis padres engendraron 4 hijos con total confianza y alegría, porque en los años 70 había esperanzas. Las noticias de la barbarie de la guerra que desangra al país desde siempre eran como un murmullo que se espanta con un soplo.

En la madrugada mi madre, sensual morena de andar contoneante y corazón de bocadillo, abría las puertas y ventanas (que carecían de rejas, pues no era necesario) de par en par, daba las gracias a Dios, sacaba las mecedoras a la terraza, donde se mantenían todo el día sin que nadie intentara robarlas; soltaba los perros, compraba el desayuno a las caseras, y atendía a mi papá para que saliera a trabajar. Luego barría la acera... aún tengo fresca la imagen del ejercito de diligentes vecinas barriendo cada una el frente de su casa a la misma hora, gordas y mofletudas, muchas en ropa de dormir y levantadora, con rulos en la cabeza, gritándose los chismes de acera a acera, visitándose en las tardes, intercambiando recetas de cocina y regalándose unas a otras los dulces y delicias que ensayaban cada día.

Extraño eso... el azul libertad perfecto de la tarde cartagenera en el año 1981. La mantequilla hecha en casa derritiéndose al trasluz del sol mañanero sobre el bollo de mazorca calientito, tierno y recién hecho, el tetero de vidrio lleno de café con leche que mamá me daba en el desayuno. Las burbujas de la leche explotando rítmicamente dentro del frasco y formando alucinantes arco iris por efecto del sol que entraba por la ventana. Vivíamos frente al colegio John F. Kennedy, ante a una gran extensión de grama verde en la que después construyeron un polideportivo. Me recuerdo a mi misma con mis amigos corriendo por esa extensión de hierba perseguida por la lluvia.

En Blas de Lezo éramos felices... el barrio era seguro y amable, éramos todos una gran familia, jamás estarías solo, jamás tus vecinos permitirían que te faltase algo o que te pasase nada. El amor, la solidaridad y la fraternidad sin límite se respiraban en el aire.

Mis vecinos a la izquierda eran los Mosquera, una numerosa familia de negros obesos, chismosos, escandalosos y bulleros uno de los cuales se convirtió en figura del fútbol de primera división. Todos los domingos organizaban colosales sancochos en la puerta de la casa, cocinando sobre una fogata de leños en plena terraza de cemento. El patriarca de la familia era un negro monumental al que recuerdo pisando los limones de la sopa sobre la acera para sacarles el jugo. Después moriría amputado a pedazos, al igual que mi abuelo Leonardo, por la diabetes.

Al lado derecho de nuestra casa vivían los Puello, cuya casa estaba llena de lujos y electrodomésticos, que para la época eran rarísimos, como betamax, tostadoras y ollas eléctricas de arroz. Al menor de los niños, Raúl, le produje un trauma porque jugando a policías y ladrones le empuje o le di un puñetazo, no recuerdo, sacándole un par de dientes de leche (bueno, mirándolo por el lado amable le ahorre la ida al odontólogo). 20 años después me lo encontré en la universidad de Cartagena como compañero de clases de filosofía del escritor Kenneth May, quien fue por ocho largos años la gran pasión de mi cuerpo y de mi alma. Por algún motivo Raúl me reconoció y empezó a gritar: ¡Maldita! ¡Maldita! ¡Fuiste tú! ¡Fuiste tú la que me sacó los dientes! Me da la impresión de que le debo una disculpa.

Recuerdo mi primer encuentro con el televisor a color y el control remoto: era una teleadicta total, tendría 5 años y estaba viendo la Abeja Maya. Mi tío Alfredo,hermano de mi padre, se escondió detrás de mí y con el control me apagaba el televisor, yo lo volvía a prender y el otra vez me lo apagaba. Lloré a mares hasta que mi mamá me explicó el truco.

En esa época, un crimen era capaz de paralizar a la ciudad y de estremecerla de terror. Un asesino marcó especialmente mi niñez: El Sádico del barrio Arroz Barato. El hombre violó, ahorcó y arrojó a las aguas el cuerpo de una niña de siete años, luego fingió ayudar a sus padres a buscarla y les llevó hasta el cadáver. Casi enseguida confesó el crimen. En la cárcel los internos le dieron una paliza que hizo historia y fue violado repetidas veces. La historia nos ponía a temblar y nos hacía dormir e ir a la cama a las 8 de la noche.

En Blas de Lezo mi mejor amiga se llamaba Neyda y con el bonche de pelaos jugábamos al hospital en el patio de la casa. En un callejón estaba el salón de parto donde mis amiguitas daban a luz muñecas. En el otro callejón de la casa jugábamos al cine, que consistía en colocar varias filas de sillas frente a una pared y fingir que veíamos una película.

La principal preocupación de mi mamá era vivir en un sitio en el que no pasaran autos y que tuviésemos suficiente espacio para correr, montar bicicleta y hacer lo que nos diera la gana sin ningún peligro. Yo amaba colgarme como murciélago de las ramas de los árboles, sosteniéndome de las piernas y dejando caer libremente el cuerpo hacia abajo.

Me daba trompadas con todo el mundo, por el simple gusto del ejercicio físico que representaba luchar y forcejear. Nadie me ganaba. Mis piernas y brazos estaban llenos de moretones, arañazos, quemadas y cicatrices todo el tiempo, que mi mamá, con paciencia proverbial, borró con el uso permanente de crema de concha de nacar, que me embadurnó durante años, hasta borrar las marcas por completo.

Mi terraza era amplia. La moda en esa época era decorar las fachadas de las casas con piedras de granito, y la nuestra no fue la excepción. Como mi papá siempre ha sido amante de tener varios autos, cuando él llegaba no teníamos espacio para divertirnos y teníamos que bajar a la calzada para jugar "Al que se suelte se sale" "Que pase el rey, que quiera pasar, que el tonto de la cola se quedará" “A la rueda, rueda, de pan y canela, dame un besito y vete pa´ la escuela, y sino quieres ir ¡acuéstate a dormir!”, “¿Quién es? Es el lobo ¿Qué hace? Se está cambiando”, “Oh, Oh, tambor, mate rile, rile ró”, y todas las rondas y canciones infantiles imaginables.

A los 6 años vivimos con furor la "Menudomanía", el fanatismo absoluto por el grupo puertorriqueño Menudo. Xavier, el rubio del grupo, fue mi primer amor platónico. Frente a su fotografía, le juré que lo amaría para siempre. Los niños nos enloquecimos hasta el paroxismo con esa música, comprábamos todos los discos y accesorios y en grupos de 20 y 30, practicábamos las coreografías y cantos toda la noche en plena calle. Cuando se estrenó la película "A volar" el delirio fue total. El cine Cartagena y el cine La Matuna, desaparecidos ambos, no daban abasto, el océano de gente que quería ver la película desafiaba todos los pronósticos. Tres veces intentamos verla en vano haciendo filas horas y horas, las niñas se desmayaban por el sofoco de la multitud.

En el año 1985 escuchamos por televisión la noticia apocalíptica de que había sido descubierto el SIDA una enfermedad que estaba atacando a las prostitutas y homosexuales y para la cual no existía ni existe aún cura alguna. Por eso, mi generación es también la primera generación de jóvenes que jamás pudo tener una sexualidad libre y tranquila, la paranoia, el control, y el miedo extremo a la pandemia ha sido la constante para nosotros.

Tenía siete años cuando mi abuelo Suta, el papá de mi mamá, se fue al cielo a encontrarse con su esposa Pilar. Era un elegante, noble y bellísimo anciano negro nacido en 1907 en Getsemaní. Vestía siempre de impecables guayaberas bordadas a mano y sombrero de fieltro. Sus ancestros fueron esclavos del infame marqués español Herrera y Villalba. Como sabemos, cuando Simón Bolívar consiguió la liberación de los esclavos, estos eran considerados igual que animales y de cosa tenían nombre, entonces se les concedió el apellido de sus amos. El abuelo de mi abuelo era conocido como el “Zambo Herrera”, e hizo historia en Getsemaní en la segunda mitad del siglo XIX pues era el principal comerciante de carne del mercado y tenía un harén de 11 mujeres en la misma casa conviviendo en total armonía. "Esas si son mujeres de verdad", les decía a sus hijos y nietos.

Mi abuelo trabajó desde niño con su hermano Sebastián, pues su padre Salustiano los abandonó. A los siete años laboraba ya como obrero en una ladrillera, luego en una fábrica en la que sacaban la esencia del aceite de coco para fabricar jabón. Contaba años después que la situación económica era tan dura para ellos que se limpiaban las manos con esencia de jabón en los pantalones para que su mamá Ana Maria, sandiegana de nacimiento, gastara menos jabón a la hora de lavar la ropa. Fue abogado empírico, en la policía alcanzo el grado de teniente y tuvo el honor de ser alcalde de varios municipios de Bolívar. En uno de ellos, San Pablo, el cura -malparido, reprimido, represor y pendejo como todo cura que se respete- alborotó a la población y armó una asonada en contra suya por tener en concubinato una chica. Ese era mi abuelo. Progresó tremendamente desde cero y alcanzó todos los honores que un hombre negro podía alcanzar en los años 50, en esa ciudad racista y segregacionista que es Cartagena. Pero tras la muerte de mi abuela Pilar, quien le dejó viudo con tres niñas pequeñas, su espíritu de lucha y tesón murieron por completo. Fue taxista durante muchos años y terminó sus días como tramitador de pases. Su oficina ambulante estaba bajo el famoso palo de caucho, tenia también el don de dormir de pie. Un día llegó echando pestes porque, por quedarse dormido de pie bajo el palo de caucho, le robaron la grabadora que tenia en la mano.

Su hermana Sila era planchadora y lavandera de la Escuela Naval, me cuenta mi mamá que era impresionante ver como, utilizando una plancha de carbón y usando almidón, dejaba perfectas y blancas las prendas de los oficiales y suboficiales de la Armada.

Sebastián, el hermano de mi abuelo, fue una estrella de la guitarra en la ciudad con el “Trío Nacional", gran amigo y compañero de Sofronín Martínez, es el padre de Sebastián Herrera, próspero abogado que ejerce aún en el edificio Banco del Estado.

Por su parte mi abuela Pilar, la mamá de mi mamá, era una chica rebelde que usaba pantalones, fumaba y se subía a los techos a elevar cometas, pero se casó con mi abuelo a los 14 años y este la metió en cintura. Él negro, ella blanquísima, tuvieron tres hijas completamente diferentes: Mi tía y madrina de bautismo, Yadira, docente y espiritista, es de piel blanca y cabello negro lacio, mi tía Cecilia (abogada) es de piel morena; Nuris mi mamá, es la menor y tiene la piel canela y el cabello castaño. Mejor dicho, la familia Benetton, tres combinaciones de color pa´ dejar contento a todo el mundo.

Cuando las vecinas del barrio Torices invitaban a Pilar a conversar con ellas en la terraza, ella les respondía que no, que Suta no quería que ella saliera si él no estaba. En el hogar ella era la reina, e igual fumaba a escondidas y organizaba zafarranchos en la inmensa terraza interna cantando temas de Pedro Infante y tocando guitarra. Mi abuelo era estricto pero generoso como el que más: se ganaba 150 pesos, una verdadera fortuna para la época, y dividía su sueldo en tres partes iguales: 50 para la esposa, 50 para su mamá y 50 para la suegra. Tenía también la hermosa costumbre, perdida ya, de hacer servir a la hora de la cena el plato del viajero, esto es que debía hacerse comida extra para reservarla a la persona que seguramente llegaría de sorpresa sin avisar, y siempre había gente entrando y saliendo de esa casa amable de puertas abiertas.

¡Torices! Qué hermoso barrio era entonces Torices... con sus anchas y sonrientes calles de arena y sol, sus amplísimas casas de altísimas paredes carcomidas siempre por la sal del mar. Con columnas de imitación griega, elevadas ventanas de barrotes de hierro y doble hojas cerradas con tranca desde adentro, y techos de placas de barro y adobe.

En la calle de las Carretas, transcurrió la niñez y adolescencia de mi madre, allí vivían cuando murió Pilar a los 28 años en un absurdo accidente de tránsito y allí volvimos con una mano adelante y una mano atrás a pedir ayuda cuando papá nos abandonó dejándonos en la calle. Tenía yo 7 años y mi hermano Cristian 2, mamá estaba sin trabajo y con la responsabilidad de dos hijos encima, tocó las puertas de sus amigos de la adolescencia, la familia González y ellos, sin dudarlo un segundo, nos dieron alojo gratuito y protección desinteresada todo el tiempo que fue necesario. Nos metimos todos en un cuarto: en una cama dormíamos mi mamá, mi hermano y yo, y en la otra cama mi tía Cecilia con el tío Nacho.

Dos historias recuerdo especialmente de esa calle. En la acera de enfrente de los González una muchacha murió súbitamente en la flor de la adolescencia, su hermano estaba estudiando en Venezuela y regresó al poco tiempo, consternado no podía creer la muerte de su hermana, así que pidió abrieran la tumba para ver el cadáver y cuando lo hicieron encontraron el cuerpo boca abajo dentro del ataúd. La chica tuvo una catalepsia y fue enterrada viva. La madre de la muchacha, enloquecida, se llevó el cadáver para su casa, y lo enterró en el patio. Recuerdo esa casa siempre cerrada e iluminada con bombillos azules.

La segunda historia es la de una vecina a quien llamaré Maritza. Fue traída, niña aun, con engaños a Cartagena, era una pueblerina hermosa, humilde y analfabeta y se le dijo que trabajaría como muchacha de servicio en una casa de familia. En realidad fue llevada a trabajar a una casa de putas. Con el tiempo tuvo dos hijas, quienes desconocían el oficio de su madre, ella les había dicho que trabajaba como obrera nocturna en una fabrica, y las tenía estudiando en colegio de monjas. Cuando se supo la verdad en el barrio y estalló el escándalo, las señoronas fundillo apretado armaron una conspiración agresiva para hacerlas mudar del sector y prácticamente todo el mundo les quitó el saludo. Mi abuelo Suta fue tajante y vertical en su posición, no solo continuó su amistad con Maritza, sino que además la respaldó y protegió de los ataques moralistas de los hipócritas que deseaban hacerle la vida imposible. El abuelo dijo a sus hijas que Maritza era mas buena persona y más honrada que todas las señoras dizque decentes del barrio metidas juntas en una licuadora, y les ordenó ayudarlas y sostener con ellas una amistad que todavía permanece. Sin embargo Maritza por el bien de las niñas, las sacó del país y las mandó a estudiar a España, donde ambas terminaron carrera y, apenas tuvieron con qué, mandaron por su mamá.

A mis 8 años vivíamos en los Caracoles, cuyo recuerdo más fuerte para mi son las jornadas de racionamiento de agua, que duraban varios días. Salíamos con grandes tanques de plástico hasta la entrada del barrio para abastecernos con carrotanques que mandaba la alcaldía. Un año más tarde nos mudamos para la cuarta etapa del Nuevo Bosque, donde mi mamá montó un supermercado de víveres que hizo historia en el sector, y que desapareció por los continuos robos, tanto internos como externos, a los que fue sometido. Familiares en problemas llegaban llorando para que mi mamá les fiara y ella nunca decía que no, pues así es mi mamá. Sobra decir que nunca le pagaban.

Recuerdo por ejemplo, la noche en que un grupo de chicos adolescentes llegaron a estafar. Pidieron varias botellas de aguardiente y se fueron corriendo, mi mamá, que estaba sola, alcanzo a agarrar a uno del cuello de la camisa, llamó a gritos a los vecinos, nos dejó a mi hermano y a mi al cuidado de la señora Victoria Sosa de Martínez, agarró un cuchillo afilado y se fue sola con el muchacho a recuperar el dinero, ordenándole a este que la llevase a las casas de sus amigos. Es que así es mi mamá.

Crecí en ese barrio bullicioso donde se vivía y se moría a la vista de todos. Cuando alguno le pegaba a su mujer toda la calle se involucraba. La golpeada se refugiaba en una casa vecina, y desde la ventana le gritaba sacandole los trapos sucios al marido. Y si algún transeúnte sugería llevar al agresor a la justicia era recibido con una lluvia de pedradas.

Ah… mis vecinos… eran ingenuos, decentes y chismosos, vendían el voto y bailaban champeta, pateaban a los perros y creían en Dios.
De vez en cuando se resolvía a trompá y patá el marcador de un partido. La policía intervenía, las madres lloraban, los condones se rompían y pa´ terminar de completar alguien estaba matando los gatos. Las chicas se casaban de blanco (casi siempre embarazadas, casi siempre felices) creían en el amor y obedecían al marido. El marido era barrigón y hosco, tenía querida y también creía en Dios.

Nuevo Bosque, llaga en la que fui feliz alguna vez, antes de la herida del amor antes del dolor y las traiciones...

Viviendo en ese barrio mi hermanito se extravió en varias ocasiones enloqueciéndonos a todos. Una noche, por pura maldad, se escondió el sinvergüenza tras las nalgas de la señora Elvira quien las tiene realmente gigantescas, mientras mi mamá, llorando, daba vueltas por la calle preguntando por él de casa en casa.

A los 12 años tuve los dos primeros grandes amigos de mi vida: Ariel “El mono" Olarte y Cesar Cepeda. Ariel soñaba con ser veterinario y terminó siendo abogado. Cesar cumplió su sueño de ser ingeniero y fue por años el más guapo y el mejor partido del barrio. Los tres éramos el trío dinámico, todo lo hacíamos juntos: ir a cine, a la playa, a montar en bicicleta. Ellos me enseñaron que puedo tener con los hombres una amistad pura y perfecta que, a diferencia de la que existe usualmente entre mujeres, está exenta de chismes, traiciones y rivalidades. Desde entonces la amistad con los hombres es la constante más importante de mi vida.

Se que crecí en el mejor lugar del mundo. Si hay algo para lo cual me ha servido vivir todos estos años en Europa es para agradecer de rodillas venir del lugar de donde vengo, un lugar donde las personas viven con el corazón en la mano, conectadas a la intuición, las emociones y los sentimientos, donde tenemos relación directa y permanente con la naturaleza y el espíritu natural y esencial de la vida. En la ciudad donde ahora estoy por gracia de Dios y del Demonio, nada de esto se da por descontado, para ejemplo sencillo les diré que las piedras chinas, esas que están en todos los parques y zonas verdes que conocemos, aquí son tan exóticas que las venden en los supermercados, empacadas como raros objeto de decoración.

Nada queda ya de la amable, segura y embriagante ciudad en la que nací. Mis amigos de la niñez asisten cada uno a su manera, melancólicos, al naufragio de sus sueños.

Cartagena es cada vez más hedionda y peligrosa, contaminada e injusta. Los cordones de miseria, prostitución, hambre y desesperación crecen día con día geométricamente, burlándose sarcásticos de las asépticas mentiras de las agencias de promoción turística. Se multiplica, el estupro, la estulticia, la rabia sorda que estalla por nada. Sé que no volveré nunca a vivir en Cartagena, el mundo es demasiado ancho, los cielos demasiado altos para mirar hacia atrás.

Cuando en mis presentaciones de poesía el público me pide que les hable del lugar de donde vengo, contesto siempre una gran mentira: les hablo de una increíble ciudad de fantasía, erigida por los Ángeles para la eternidad, bañada por las blanquísimas y perfectas arenas de un mar cristalino, acariciada por la sensualidad de un eterno y embriagante verano, muy, muy, muy lejos de aquí. Muy cerca de Dios.

Eva Durán

Capitulo del Proyecto "La Vuelta a la Manzana", liderado por el artista Anibal Tobon.

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