En su afán por emular a Al Capone y Lucky Luciano, Pablo Escobar Gaviria compró, en 1980, una exuberante mansión en Miami por un valor de tres millones de dólares. Debido al escándalo que generó su incursión en la política como Representante a la Cámara en 1984, el capo no pudo disfrutar de su propiedad el tiempo que hubiera querido.
El lugar parecía maldito y nadie podía vivir en ella. Los que pasaban la noche en la mansión afirmaban escuchar ruidos extraños y ver sombras. El susurro del viento, que se colaba por entre sus innumerables grietas, parecía convertirse en una voz humana. Al abandono que sufrió durante veinte años, deteriorando sus pisos de mármol y sus gárgolas de bronce, se sumó un incendio que casi la devora por completo.
En 30 años nadie ofertó por ella hasta que Christian de Berdouare, un excéntrico empresario estadounidense, pagó 10 millones de dólares con el único fin de demoler la mansión y buscar entre sus ruinas los posibles tesoros que guarda la propiedad del que fuera el hombre más rico del mundo.
Berdouare se atiborró de detectores de metal y sonares para encontrar las guacas. Los extensos rumores que hay de aparecidos en la mansión no hacen más que afirmar, para su nuevo propietario, que allí deben haber montones de dólares, joyas, lingotes de oros y, por qué no, más de un esqueleto.