Escribo esta primera columna del año a manera de desagravio. Al parecer herí de algún modo a Timo en nuestro viaje de fin de año desde La Habana a Santiago de Cuba. Quisiera disculparme.
La revolución cubana ha ejercido sobre mí una notable influencia. Nací a fines de 1958, cuando las huestes revolucionarias estaban a punto de coronar su victoria sobre la dictadura de Batista, lo que me hace contemporáneo del triunfo de Fidel y su ejército rebelde. Cada vez me convenzo más que el entorno histórico de su nacimiento marca de algún modo el futuro de quien llega al mundo.
Desde luego que eso no puede ser una regla inviolable, pero algunas coincidencias me refuerzan esa idea. En el año 92 fui convocado al páramo de Sumapaz por el Secretariado Nacional de las Farc. Me recibió Timoleón Jiménez, quien se encargó de notificarme mi traslado al Magdalena Medio, en donde debía ponerme a órdenes de un nuevo jefe, Pastor Alape.
Tiempo después el propio Timo se presentó de sorpresa al sur de Bolívar, en donde permaneció algunos años antes de marchar al Catatumbo. Así que trabajé con él y Pastor como superiores inmediatos. Curiosamente, Pastor también arribaría a La Habana, como integrante de la comisión que acompañaría al jefe a Santiago, así que haríamos el mismo trío de los años noventa.
Timo celebra su cumpleaños el 20 de enero, menos de dos meses después del mío. Y Pastor el suyo el 5 de junio, así que para ese día los tres coincidimos en edades y sueños. Por eso se me ocurrió decirles una noche de tragos, que así como había la generación del 98 o del 27 en España, nosotros hacíamos parte de la generación colombiana de la revolución cubana.
Por eso la vida nos volvía a reunir allí. Atravesar Cuba de occidente a oriente, en una guagua ofrecida por el gobierno de la isla, de quien provenía la amable invitación, repetidamente aplazada por cuenta de las exigentes incidencias del proceso de paz, era recorrer los caminos de la historia de los movimientos rebeldes de la isla, así como repetir la última jornada de Fidel a su tumba.
La experiencia resultaba por tanto estremecedora en diversos sentidos, así tuviera que hacerse a toda prisa. El infaltable Karel, funcionario de la Cancillería cubana que nos acompañaba, nos advirtió de entrada que debíamos cumplirla en un solo día. De los 868 kilómetros, a partir de Taguasco, hay que tomar la Carretera Central de Cuba, vía angosta que se presta a accidentes.
Por eso no conviene recorrerla en la noche. Santiago es una apacible y hermosa ciudad, sus gentes se comportan de un modo supremamente afectuoso y servicial. Tiene una bahía hermosísima a la que también arriban barcos de todo el mundo. Quien llega a ella tiene al menos tres destinos obligados, la granja Siboney, el cuartel Moncada y el cementerio de Santa Ifigenia.
La granja Siboney pone de presente el atrevimiento de los asaltantes del cuartel Moncada. Está situada a la orilla de la carretera, en donde un guerrillero de experiencia jamás concentraría sus fuerzas y armamento. Por eso mismo conmueve el heroísmo de quienes partieron desde allí al desastre. Solo seres superiores lograrían convertir éste, con el tiempo, en una gran victoria.
Igual pasa con el cuartel Moncada, ahora convertido en cinco escuelas, en donde otro museo nos pone de presente la calidad humana y la entrega sublime de sus asaltantes. Mucho aprendió la oligarquía latinoamericana de aquella experiencia revolucionaria. Había que aplastar los inconformes para impedirles repetir esa gesta victoriosa, y sí que lo hicieron y hacen.
Santa Ifigenia lo deja a uno mudo, es demasiado grande el tamaño
de quienes allí reposan y de lo que representan.
Carlos Manuel de Céspedes, Mariana Grajales, José Martí y el Comandante Fidel
Santa Ifigenia lo deja a uno mudo, es demasiado grande el tamaño de quienes allí reposan y de lo que representan. Carlos Manuel de Céspedes, Mariana Grajales, José Martí y el Comandante Fidel. Impresionante hasta las lágrimas el desfile militar que sagradamente se cumple cada media hora de todos los días. Quizás Martí erró, hay glorias que no caben en un grano de maíz.
La fuerza de Cuba reside en su historia y en el respeto de su pueblo por ella. Lo dicen sus formidables monumentos. Como el del Che, que visitamos de regreso ya casi entrada la noche. La tumba de los caídos en Bolivia sobrecoge. Es imposible no sentir en la recreación selvática de esa cripta venerable, que allí reside algo inmortal, la fuente de la esperanza de los pueblos.
Estaba demasiado emocionado ante la gigantesca estatua del Che. El cansancio por el largo viaje me constriñó a abordar de una vez la guagua, para esperar en ella a los otros. Olvidé que entraron a firmar el libro de visitantes. Imperdonable, me dijo Timo lastimado después. Tal vez tenga razón. Pero en mi fuero interno sé que el Che sabe que estuve allí, sentí su mano en mi hombro.