Llevo un par de días recorriendo el sur occidente de Colombia. He atravesado ríos, cordilleras y cañones, viendo a los días cambiar de color hasta hacerse tardes y noches. He sido testigo de gentes laboriosas y sencillas que empiezan a sacudirse el miedo que les trajo la pandemia y buscan, con cautela, recuperar lo que les queda de normalidad. He conocido una porción de Colombia que desconocía, y ni siquiera había sabido imaginar: los exuberantes departamentos de Cauca y Nariño. Y a cada paso de mi camino me cuesta no regresar, una y otra vez, al mismo interrogante: ¿qué pasa con nosotros?. Aunque vivimos en territorios rebosantes de campos fértiles, fuentes de agua que aparecen de repente y por doquier y geografías desafiantes que ponen de manifiesto las variedades de los colombianos, hemos correspondido (a semejante conjunto de atributos) poblando al país de guerra, desigualdad y marginación. Fallamos como sociedad a pesar de tener todo -o casi todo- a nuestro favor.
En todo caso, sería inútil e injusto, elaborar una sola respuesta o explicación a la mencionada pregunta. Han sido cientos de miles los factores que han hecho de nosotros lo que somos. Lo mucho y lo poco. No obstante, la manía de las culpas, practicada a diario y por cualquier motivo entre compatriotas, podría darnos un par de pistas. Y es que ya sea una cuestión importante como la caída de la economía nacional o un simple pleito entre vecinos, los colombianos hemos aprendido a señalar al otro como responsable pero jamás -o muy contadas veces- a hacernos responsables a nosotros mismos.
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Sea una cuestión importante como la caída de la economía o un simple pleito entre vecinos, hemos aprendido a señalar al otro como responsable pero jamás -o contadas veces- a hacernos responsables
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El asunto se hace más grave cuando dicha manía es practicada como estrategia política por nuestros lánguidos líderes nacionales y locales. Basta oír una entrevista o leer una opinión de alguno de nuestros gobernantes para presenciar un espectáculo interminable del señalamiento. Cuando nadie está dispuesto a hacerse responsable se cultivan realidades en donde cualquier acto o proceder -por aberrante o ridículo que sea- siempre está en vísperas de suceder (si no es que ya está sucediendo). Sin duda, asumir los costos y consecuencia de nuestras acciones puede ser difícil y extenuante, pero por obvias razones es lo correcto y deseable. De cierta forma vivimos rodeados de una impunidad social y colectiva en la que las causas de nuestros problemas y tragedias son ocasionados por el que tenemos en frente. Siempre es alguien más, nunca uno mismo.
La responsabilidad no solo es una construcción social que fija los términos de reparación ante un daño o malestar causado, es también la mejor forma de conducir -y predecir- los destinos de una sociedad. Solo sabiendo que cada quien se hará responsable por sus actos, se puede evitar (desincentivar) procederes lesivos para los otros (lo que con el tiempo permitirá proyectar el porvenir de una colectividad determinada). Basta mirar a los países con mayores culturas de responsabilidad para darse cuenta que dicho atributo ha sido definitivo a la hora de edificar mejores sociedades.
Por supuesto, este cambio de percepción ante la responsabilidad tardará años (si es que alguna vez llega a nuestro país), pero sería suficiente empezar por el comienzo: evitar señalar al otro (como si fuera una especie de reflejo averiado) cuando de hacerse responsable se trata; y también cuestionar todos esos liderazgos en boga que no están dispuestos a asumir el costo de sus acciones y prefieren señalar a sus antecesores o contrincantes. Un gobernante que no sabe dar la cara es una niebla gruesa pero endeble. Una imagen espectral que puede ser atravesada con la mano. Una aparición de páramo.
@CamiloFidel