En Colombia hay mucho blanco con ínfulas de tener malicia indígena, pero en tiempos de pandemia no parece haber sido muy útil.
La malicia, desde una perspectiva positiva, significa astucia y viveza para captar, cualidades que poseen los pueblos indígenas y que aplican en su relación cotidiana con la naturaleza.
Desde lo negativo, significa desconfianza, y muy probablemente data de los tiempos pretéritos, cuando los mismos indígenas fueron engañados por las clases dominantes, conquistadores, criollos y mestizos.
Todos los colombianos hemos presumido, en algún momento, de poseer esa malicia indígena cuando logramos adivinar y anticiparnos a ciertos acontecimientos; aventajar a otro en un juego inocente o en un negocio no muy pulcro. De todas maneras, en la naturaleza del colombiano tener malicia indígena es, definitivamente, y como dicen ahora los jóvenes, cool.
Llama la atención cómo esta característica tan primitiva se ha convertido en el principal rasgo de los gobernantes. Su capacidad maliciosa no tiene límites, pero sus componentes son bien pocos: el engaño, la mentira, el encubrimiento y la complicidad. Ya no existe el juego donde la malicia inocente produce un triunfador; pulula la malicia del más vivo, que generalmente cuenta con la complicidad del que se hace el que no ve.
En las altas esferas, sociales y políticas, se admira al bandido emprendedor más vivo por ser sagaz e inteligente y por su malicia indígena. No obstante, se condena al indígena por su falta de tacto al ofender un criminal. ¡Hasta la malicia le robaron!
Y con el tema de las vacunas, ni hablar. A pesar de tener la evidencia histórica del beneficio de las vacunas contra la viruela, polio, fiebre amarilla, etcétera, los maliciosos se niegan a vacunarse porque les inoculan el chip y les hackean sus secretos. ¡Como si su impotencia fuera del interés común!