De pequeña me preguntaba cuál era el trabajo de mi padre, siempre lo veía en cotizas y con la ropa mojada, manejando su bicicleta, con una parrilla en la parte trasera que cargaba cauchos de camión.
Mientras corría descalza detrás de mi hermano en medio de la calle, el silbido de mi padre nos hacía retroceder con pasos apresurados a la casa para sostener la dirección de la bicicleta hasta que él soltara la tripa que sujetaba los cauchos. Un estruendo sacudía el barrio, así como el contrabando sacudió la frontera.
Comprendí que como la mayoría de adultos y jóvenes de La Parada, sector fronterizo del municipio de Villa del Rosario, son maleteros, hombres que transportan mercancía por el río Táchira, que separa a Colombia y Venezuela, un trabajo informal; ilegalidad para nuestro país, para ellos el sustento de vida.
Trochas que en medio de la oscuridad son el trayecto para un desfile de hombres que cargan sobre su cuerpo el peso del contrabando. Así es el camino que emprendí hace cuatro años para conocer el modo de trabajo de los maleteros, pero esa vez cargaría la maleta de ser mujer fronteriza.
Maleteros sin fronteras
La agonía que sopla el río Táchira a orillas del barrio La Playita en el sector de La Parada sacude la angustia de los habitantes de frontera que desde el 2015 vieron imponer las vallas del miedo en el puente internacional Simón Bolívar.
Se cerraron los pasos legales, pero las trochas no se silenciaron ante el paso del contrabando.
Un panorama que retumbaba desde el 2014 cuando el gobierno venezolano ordenó el 9 de agosto del mismo año el cierre nocturno de la frontera desde las 10:00 p.m. hasta las 05:00 a.m. durante 30 días, como una medida para frenar el contrabando.
Los pretales sujetaban la necesidad de los maleteros para recorrer las trochas sin importar los fuertes controles de la Guardia Nacional Bolivariana de Venezuela (GNB).
La noche se despertaba en las garras del contrabando sacudida por los comboys de la GNB y los pasos agitados de los hombres que cargaban sobre su cabeza y hombros más de 50 kilos de mercancía. No obstante, en las trochas no era común el desfile de los pasos ágiles de las mujeres.
El día había llegado, martes 21 de octubre, me encontraba en San Antonio del Táchira (Venezuela), el calor se hacía sentir en mi cuerpo, sudaba exhalando la incertidumbre de cargar en mis hombros el contrabando y el miedo a ser detenida por la GNB, pero mis piernas se movían temblorosas por la travesía que iba a emprender.
Escuché que Pedro me llamaba para cargar el auto, él era el dueño de las dos camionetas Mitsubishi, una de color rojo y la otra azul, destartaladas por el peso de las cajas en las que se transportaba la mercancía de contrabando hasta un garaje cerca de la muralla que da paso hacia la invasión Mi Pequeña Barina en San Antonio del Táchira.
Empecé a alzar las cajas y bultos de víveres, se notaba el esfuerzo que hacía, porque nunca había sostenido tanto peso. Mi contextura delgada no marcaba los 50 kilos de mi cuerpo y cada bulto debilitaba mis frágiles manos enrojecidas por los costales.
Al terminar subí al auto, estaba preocupada, pensando en que nos podíamos encontrar la GNB en el camino. Estar en las calles fronterizas de Venezuela con una camioneta cargada con mercancía de contrabando era uno de los mayores riesgos que solo los maleteros se atrevían a correr, pero no fue así. Pedro ya había pagado la “alineación”, es decir, le había dado dinero a la PTJ (Policía Técnica Judicial de Venezuela) para que no le quitaran la mercancía.
Desde enero a julio 20 de agosto de 2014, la Dian había retenido mercancía ilegal estimada en $17.635 millones, valor que significa 60% de su valor comercial.
Al llegar al garaje donde se guardaba el contrabando se encontraba un grupo de “caleteros”, ellos son los encargados de descargar las cabas. Con el sol en la espalda empezamos a bajar los bultos y cauchos para arrinconarlos en la bodega.
Estaba en medio de hombres, no había ninguna otra mujer, solo yo. Ellos me miraron con duda y asombro, uno de estos se acercó y me dijo: “Esto no es trabajo para niñas, sino para verracos, usted no pertenece a este mundo”. Todos se reían, mientras que yo continuaba con las cajas sobre el hombro.
Las palabras hicieron eco en mis pensamientos mientras empuñaba las manos para sostener las cajas. Justo ahí recordé la frase de Gabriel García Márquez: “la verdad, compañeros hombres, es que las mujeres en eso de ser 'muy machas' nos llevan gran recorrido”. Tragué saliva y me reconforté al sentir que las mujeres cargamos una maleta más pesada que el contrabando.
Encerrados durante dos horas en una bodega de siete metros cuadrados, suspirando el olor a sudor de nuestros cuerpos, acosados en medio del arrume de bultos de arroz, azúcar, juguetería y plásticos, cajas de mayonesa y salsa, cauchos de carro, bombonas de gas, cabillas de hierro, textiles y pimpinas de gasolina; salimos al ritmo que el sol se ocultaba y el reloj marcaba las 6:00 p.m.
Escuché “abrieron paso”, pero a mí no me dejaron seguir.
El teniente Quintero de la GNB entró al garaje cuando me disponía a sujetar el pretal en mi cabeza, una tira de jean que me ayudaría a sostener el bulto de arroz en mi cabeza, y al verme dijo “ ¿qué haces?, no puedes estar aquí”. Le expliqué que estaba trabajando, con mi franela y bermuda sucia y mojada de sudor le insistí, pero ni mi rostro curtido del mugre y demacrado cedieron la imponencia de aquel hombre de botas y uniforme verde.
Exigió el retiro de mi presencia en el lugar, él no iba a autorizar y no me permitía pasar por las trochas. Indignada y desilusionada me tuve que marchar de la bodega, mi presencia podía ocasionar problemas. Si continuaba allí haría perder una noche de trabajo a los maleteros, perderían la oportunidad de llevar un sustento a sus hogares.
Me desesperancé, pero sobre todo me enojaba el hecho de que no se le permitiera a una mujer estar en un trabajo como ese, ¿será que me consideraron menos que ellos? o ¿temió por algo? Pensé que ese obstáculo me impediría conocer el mundo de los maleteros, pero me enteré de que una nueva comisión de guardias llegaría en tres días.
¡Al fin!, exclamé, con el bulto sobre mi hombro
La espera era insoportable, pero ese tiempo me sirvió para conseguir el permiso de mi presencia como maletero. No comprendía por qué era extraño que una mujer quisiera dedicarse a esta labor, si lo hacen niños que reemplazan sus cuadernos por bultos, hombres con títulos profesionales que no consiguen empleo, si es la opción de subsistencia, la mujer también tiene derecho a trabajar.
Aunque estos hombres cargaban el peso del contrabando, las mujeres cargan la maleta de la inequidad de género en la frontera del olvido.
El viernes que tanto esperaba llegó, era la oportunidad para demostrar por qué quería estar allí.
Era de noche, a las 8:30 p.m. era la hora en la que daban el permiso para transitar las trochas, esta vez nadie me iba a detener. El kilómetro de recorrido en la trocha iba a ser el camino para cargar un bulto de contrabando.
De las trochas se adueñaron algunos miembros de la GNB de Venezuela y bandas criminales del lado colombiano.
Carlos me colaboró montando el bulto de arroz sobre mi cabeza, lo sujetó con el pretal para que no se me resbalara. El pretal es como la correa de la mujer, la misma con la que nos sujetamos la falda para luchar en una frontera sin igualdad de género.
Al voltear a mirar a aquellos hombres sin camisas y en pantalonetas vi que unos cargaban de a seis baldes de pintura, con un peso de 20 litros cada uno, otros llevaban dos cauchos de camión sobre su cuerpo, 140 kilos en dos llantas de contrabando.
También cargaban elementos de plástico, juguetería y víveres; estos hombres cargaban entre 130 kilos al hombro y yo solo sostenía 50 kilos en un bulto. Aunque intenté montar otro bulto, mi cuerpo no lo soportó y así transité la muralla.
Íbamos uno detrás de otro, sin mencionar palabras solo hablaban los pasos agilizados que pisaban la tierra húmeda del camino. No se les notaba el cansancio físico, son hombres que tienen marcados en su piel las cicatrices del contrabando.
Cuando llegamos a la quebrada La Capacho, el suelo estaba resbaloso, el día anterior había llovido. La lluvia distrae las trochas, haciéndolas más feroces en los pasos agonizantes por sobrevivir con el contrabando en el hombro.
Intenté bajar con cuidado, mis pies se hundían en el barro espeso y frío, pero debía llevar el ritmo de todos, no podía dar pasos lentos; pasos con los que las mujeres corremos detrás de las oportunidades, evadiendo las espinas del camino en la frontera.
Al apresurarme me caí, el bulto que llevaba me lanzó contra las piedras, mis rodillas se rasparon, me ensucié al caer en el agua negra de la quebrada. Sentí un ardor en mis piernas y recordé a mi padre con su bicicleta.
Los maleteros emplearon este medio para acelerar el paso del contrabando. Con una parrilla de hierro sobre la rueda trasera cargaban la mercancía, pero no hubo mujer que pedaleara el contrabando.
El olor penetró mi nariz, era cloaca, ya no sudaba, ahora expiraba un olor desagradable de mi cuerpo; uno de los maleteros me ayudó a levantarme, me dijo: “Hay que continuar. Así como el río se lleva la mercancía, le va a quitar ese olor podrido”.
Esta vez no se burlaron de mí, sujetaron mi mano y me levantaron para continuar en la trocha, pero sentía asco, estaba empapada de esa suciedad. Al llegar a la trocha lo único que alumbraba el camino era la luz de la luna, es prohibido encender linternas, y a pesar de esto el camino oscuro se hace visible a los ojos de los maleteros.
Tuve que caminar muy rápido al sentir que podía perderme si no mantenía el ritmo de los maleteros. Los mosquitos picaban mi piel curtida de lodo, en cada paso me golpeaba con los chamizos, me aruñaban las piernas, pero no podía quejarme.
Callar mi dolor y cansancio es algo a lo que nos sometimos como mujeres durante mucho tiempo, pero alzar la voz en silencio era seguir pisando fuerte como lo hacen las mujeres que rompen los estereotipos de género.
Solo escuchaba el croar de las ranas y el sonido de los grillos en medio del silencio de la trocha que se despertaba en el desfile de maleteros.
El mayor miedo de caminar las trochas era tropezar con el convoy de los guardias venezolanos.
Mi padre me contaba que los guardias se camuflaban y atrapaban a los maleteros para quitarles la mercancía y detenerlos. Caer en un operativo anticontrabando asegura una salida: la cárcel venezolana.
Uno de los hijos de Mazato, un maletero de La Parada, había sido detenido por la GNB cuando estaba pasando dos cauchos de camión por la trocha. “Mi muchacho está en la cárcel Santana en San Antonio, Venezuela, no sé cuando salga, no tengo dinero para el abogado, el trabajo está duro, no sé qué pasará con mi muchacho”.
Los 10 kilómetros de recorrido parecían interminables, un callejón sin salida para el cansancio de mi cuerpo. Después de treinta minutos en el monte vi unas casas, estaba en la invasión Mi Pequeña Barina, teníamos que pasar por allí, era parte del trayecto.
La mayoría de sus casas eran de tablas encerradas en zinc sobre la tierra amarilla, algunas. Ya eran las 9:00 p.m. y vi algunos niños, estaban sucios, sin camisas y descalzos. Ni la noche marcaba el fin de un día de juegos, tal vez era por la música que se escuchaba en un billar en medio de las casas.
Sentí que algunas mujeres de allí me miraban y murmuraban entre ellas, se extrañaron de ver a una mujer trabajando como hombre. Las miradas hicieron peso en mis pensamientos al hacer evidente mi cansancio con mi respiración agitada. De mi frente caían gotas de sudor, mis manos sujetaban el bulto sobre mi cabeza.
Quería descansar, pero no podía detenerme. Al finalizar el paso por la invasión todos nos detuvimos y Carlos empezó a cobrarle a cada maletero para pagarle a los guardias venezolanos, más dinero para ellos. En ese momento me pregunté: “¿es ilegal el trabajo del maletero o ilegal todo los pagos que reciben los militares venezolanos?”
A 10 metros de nosotros estaba el cambuche de la GNB, una pequeña base militar que albergaba entre veinte o treinta guardias. Una vez se les pagó, continuamos con el recorrido.
Tuve cuidado al bajar el barranco, no quería tropezar nuevamente y ahí estaba aquel río que poco a poco sonaba más fuerte. Al estar en la orilla del Táchira me preparé para cruzarlo, sabía que me enfrentaba contra el mayor obstáculo de todo maletero. Si se cae, se pierde la mercancía.
En el 2004 existía un puente de tablas sobre las aguas del Táchira, a cinco metros del puente internacional Simón Bolívar, construido por los paramilitares para ganar más dinero cobrando vacunas, pero una creciente arrasó con este. Esa noche me tocaba enfrentarme con su corriente, era mi mayor reto, no podía caer.
El agua estaba fría y sentí su fuerza, caminé con calma. Las rocas chocaban con mis pies, pero mantuve el paso, poco a poco el agua me subía hasta llegar a la cintura.
En ese instante el río se convirtió en mi mayor enemigo y tenía que derrotarlo, alguien sujetó mi mano, me estaban ayudando, porque parecía débil ante la furia de la corriente.
Nadie cayó y yo tampoco, estábamos uno detrás de otro como en un desfile de hormigas trabajadoras. Al salir del agua nos esperaba un grupo de jóvenes, miembros de las bandas criminales que operaban en La Parada, estaban cobrando la cuota de paso.
El contrabando cayó en el 2014 entre un 40% y 50%, según datos de la Policía Fiscal y Aduanera (POLFA), debido a las fuertes medidas impuestas por el gobierno venezolano y los operativos de las autoridades colombianas, es por esto que los maleteros duran semanas o meses sin poder trabajar.
Estaba en territorio colombiano, en el sector La Playa, ahí descargué el bulto que me acompañó durante el camino. Mi cuerpo lloró el dolor y el cansancio de cargar la maleta de la frontera para resistir en las trochas del contrabando.
Mientras los maleteros arrojaban la mercancía para ser guardada en una casa, busqué sentarme en un andén para aliviar mis piernas y limpiar el sudor que caía de mi frente. Al elevar la mirada al nuevo recorrido que hacía el grupo de maleteros me pregunté por las mujeres que han cargado el contrabando.
En la década del 80 las trochas de la frontera se sacudieron con los pasos de María. Una robusta mujer de Cúcuta que llegó al barrio La Playita en La Parada a cargar bultos de arroz y cabillas de hierro.
Su piel trigueña de 40 años se marcaba con el pretal que adornaba su frente. Con 1.70 de estatura cruzaba el río Táchira sin miedo y se aventuraba al paso de los maleteros.
La fuerza de sus brazos y su altura la hacía resistir para hacer 20 viajes por día cargando de a un bulto de arroz en sus hombros. Además, la compañía de su esposo le servía para cargar 10 cabillas de hierro de seis metros de largo.
María llegó en silenció a las trochas, pero los maleteros la recuerdan como la mujer del pretal. Durante tres años se quedó para cargar bultos de arroz y azúcar junto a su esposo, y aunque sus pasos no continuaron sacudiendo las trochas, sí dejaron huella en el camino de los maleteros.
Han transcurrido cuatro años y el contrabando continúa escarbando camino en las trochas de la frontera.
Desde el 19 de agosto de 2015 se cerraron los cuatro pasos legales entre Colombia y Venezuela por orden del presidente venezolano Nicolás Maduro como medida para frenar el contrabando.
En Cúcuta 3.501 personas fueron capturadas por contrabando en enero hasta agosto de 2015 y se incautaron 13.000 millones de pesos en mercancía de contrabando según la Dian.
Las mujeres en las garras del contrabando
Los caminos de cemento se silenciaron, las bicicletas del contrabando se frenaron, los pasos de los maleteros se detuvieron ante el miedo de la deportación de 2000 colombianos.
Cuando las cámaras de los noticieros dejaron de enfocar al sector de La Parada como testigo y protagonista de la crisis fronteriza, las trochas se retumbaron por el peso del contrabando.
Las mujeres se adentraron en esa práctica laboral de ilegalidad. Los motores de las motos se encendieron y aceleraron las llantas que marcaron los caminos del contrabando en Cúcuta y Villa del Rosario.
La trocha de centeno se convirtió en el trayecto de los maleteros que se arriesgaban a desafiar los controles policiales para ingresar la mercancía de contrabando a territorio de Villa del Rosario.
Diez mujeres se sumergieron en unas pequeñas motos Yamaha Jog Aprio, que servía para cargar cinco bandejas de mayonesa y salsa. Con la mano empuñada en el acelerador recorrían los 2 kilómetros en la trocha Centeno.
Otras cargaban dos bombonas de gas y en cada viaje sudaban el esfuerzo de ser mujer en la frontera. Mujeres de 1.40 de estatura manejaban para subsistir del cierre de frontera.
Sandra, con su piel blanca, se curtió del barro. Aunque se protegía con una gorra y un buso, manchó su piel por los rayos del sol.
Sus piernas cortas se adecuaban en el asiento de la moto para evadir las caídas en las trochas y las venas de sus manos se marcaban al descargar el peso de la mercancía en las bodegas. Sin importar el cansancio, encendía su moto hasta terminar su jornada de trabajo y regresar a su casa en Villa del Rosario.
La delicadeza con la que se despertaba quedaba de lado para demostrar que su frágil cuerpo poseía la rudeza de una mujer. Sus suspiros se agitaban por el esfuerzo físico al que se exponía en los días soleados cruzando las bajas aguas del río Táchira, sus manos se marcaron por las ampollas en sus dedos y su piel desprendía los tropezones con los chamizos y las quemaduras del sol.
La fuerza con la que las mujeres se aceleraban en las rutas del contrabando buscando alejarse de las secuelas del desempleo las llevó a enfrentar los riesgos de ilegalidad en un camino con atajos para sobrevivir en una frontera dependiente de Venezuela.
Entre 2007 y 2015 Cúcuta y su área metropolitana aumentó su desempleo en 3,7 % al pasar de una tasa de 11,0% en 2007 a 14,7% en 2015.
Así mismo en el desempleo por género se evidenció un incremento. El desempleo de hombres en el 2007 era de 9,2% y el de las mujeres de 13,5%, mientras que en el 2015 los hombres obtuvieron una tasa de desempleo de 13,3% y las mujeres de 16,6%.
Las mujeres que se adentraron con motos a las trochas se enfrentaron a las jornadas de esfuerzo físico en montes y quebradas, a la persecución policiales de las autoridades colombianas y venezolanas y a la extorsión de las bandas criminales para encontrar un sustento de vida en un acto de informalidad que cinco décadas atrás se convirtió en una práctica laboral para los habitantes de frontera.
En el 2015 se presentó una tasa de informalidad de 69,5% en Cúcuta y su área metropolitana con un incremento de 5,1/% en comparación con el 2007.
Así las 50 trochas identificadas en Norte de Santander sirven de camino para que las mujeres carguen el peso del contrabando en pretales, motos y en las manos del bachaqueo.
Mujeres del bachaqueo
Aunque el presidente venezolano Nicolás Maduro cerró los cuatro pasos legales con Colombia, el contrabando continuó haciendo estragos en la economía fronteriza y el bachaqueo llegó para no soltar las manos de las mujeres.
Comprar productos en diferentes supermercados del estado Táchira (Venezuela) a precio de bolívar para ser traídos a Cúcuta y vendidos en las casas y supermercados del área metropolitana fue una práctica que llegó a manos de las mujeres que sin miedo caminan por las trochas para bachaquear sus necesidades.
Yamile conoció las garras de las trochas desde que decidió vivir en la invasión Mi Pequeña Barina en San Antonio del Táchira, con su nacionalidad colombo-venezolana sufrió en carne propia el estado de excepción decretado en los fronterizos con Colombia.
Yamile fue testigo de la deportación de miles de colombianos, sus ojos vieron la arbitrariedad con la que los miembros de la GNB marcaron las casas de la invasión mi Pequeña Barina y despojaban a los colombianos que buscaron una esperanza de vida a pocos metros del río Táchira.
Desde el 21 de agosto de 2015 Yamile corrió con el afán del miedo y la angustia en medio de las trochas y tres años después las sigue caminando para sobrevivir en el bachaqueo.
Se despierta desde muy temprano para recorrer las carnicerías de San Antonio del Táchira y comprar los diferentes tipos de carnes como res y cerdo que ofrece puerta a puerta en las casas de La Parada.
Yamile invierte $28.000 en siete kilos de carne venezolana y en dos días obtiene 30 mil pesos de ganancia.
Para que la carne de contrabando llegué a las mesas Yamile atraviesa cuatro kilómetros de recorrido por una trocha llamada la Tomatera, prefiere atravesar este largo atajo y no caminar los 315 metros del puente internacional Simón Bolívar.
Aunque el camino es más extenso y peligroso, Yamile esquiva el control de la GNB en la aduana principal de San Antonio del Táchira y el puesto de control de la DIAN y Migración Colombia al otro lado del puente.
En la mochila terciada en su espalda carga los kilos de carne que ya había ofrecido en las casas y tiendas de La Parada.
Las mujeres como Yamile saben que al adentrarse con el bachaqueo por las trochas de la frontera se arriesgan a ser detenidas por las autoridades colombianas, pero sobre todo a caer en las balas de la delincuencia que buscan el control de estos pasos ilegales.
En el último trimestre del 2017 se presentaron 13 balaceras en inmediaciones de San Antonio del Táchira y La Parada, Villa del Rosario.
El 10 de febrero de ese mismo año fueron asesinados dos hombres y una mujer, Paulina Betava de 45 años contrató dos maleteros para transportar carne de contrabando como lo hacía diariamente, pero la mañana de ese viernes se tropezó con cuatro disparos que acabaron con su vida.
Aunque las balaceras han desangrado decenas de vida que caminan del bachaqueo, Yamile no se detiene a caminar en las trochas, solamente toma un suspiro y se encomienda a Dios con una cruz que se hace con su mano derecha mientras la izquierda sujeta una bolsa con dos kilos de carne.
En lo corrido del 2018, la Policía Fiscal y Aduanera ha decomisado en Cúcuta 218 reses y 65.463 kilos de carne en canal.
La mano del bachaqueo carga toda clase de productos venezolanos, carnes, frutas, alimentos no perecederos, útiles de aseo, medicamentos y licores.
A diferencia de Yamile, Jhoana empuja su silla de ruedas por el puente internacional Simón Bolívar para bachaquear caponera y cacique, licor venezolano.
Con sus frágiles manos empuja las dos ruedas de su silla por las calles de La Parada para cruzar el río humano que desprende en el camino de cemento del puente hasta llegar a una licorería ubicada frente a la Plaza Miranda de San Antonio del Táchira.
Con $45.000 compra una bandeja de caponera y la guarda en un local comercial de electrodomésticos ubicado a cinco cuadras de la aduana principal de San Antonio del Táchira.
Cuando Jhoana jugaba con sus hermanos en la calle de su barrio fue arrastrada por las llantas de un carro. Desde sus dos años está postrada en una silla de ruedas, cambió los juegos de brincos y escondidas por los días observando a los hombres que maleteaban en una bicicleta el contrabando.
A sus 30 años aprendió a sobrevivir del bachaqueo para llevar un sustento al hogar de su madre que la ha acompañado en su más grande travesía, la silla de ruedas en la que esconde diariamente ocho botellas de licor venezolano.
Sus vestidos le sirven para esconder el grosor de las botellas, con su delgada apariencia de una adolescente cruza la aduana principal de San Antonio del Táchira y pasa el puesto de control de la GNB. Con temor empuja las dos ruedas de su silla hasta quedar inmersa en las personas que cruzan el puente.
Por otro lado, esquivando la larga fila de colombianos y venezolanos que se disponen a mostrar sus documentos de identidad en el puesto de control de migración Colombia y la Dian, inclina su mirada ante un policía para que retire la valla de hierro y pueda transitar hasta el final del puente.
El sol es testigo de los dos viajes que Jhoana recorre a las 9:00 a.m y 4:00 p.m. para bachaquear diariamente ocho botellas de licor y venderla en los locales comerciales de Cúcuta para ganarle $25.000 mil a una bandeja de caponera.
Aunque Jhoana empuja la maleta de su silla de ruedas, esta le sirve para sobrevivir de su discapacidad motora con el bachaqueo de la frontera.
El contrabando se convirtió en una carga que los habitantes de frontera llevan a cuesta de sus hombros para caminar las trochas y sobrevivir al desempleo del área metropolitana de Cúcuta.
Así como Sandra se adentró en una moto para cargar bultos y bandejas de víveres de contrabando, Yamile camina las trochas con un maletín lleno de siete kilos de carne y a 100 metros de ese recorrido, Jhoana mueve la silla de ruedas por el puente internacional Simón Bolívar y bachaquear botellas de licor.
Aunque en el primer trimestre del año las autoridades colombianas han destruido 25 trochas en Norte de Santander usadas para el auge del contrabando, los caminos ilegales continúan escondidos en las garras del monte.
Mujeres que emprendieron pasos de informalidad e ilegalidad con el peso del contrabando, llevando a cuesta la maleta de ser mujer en las trochas de la frontera colombo-venezolana.