Ninguna hierba crecía por donde pasaban las botas nazis. Irene Nemirovsky, quien había huido del terror de Stalin, lo supo en carne propia. Mientras estaba en París, terminando de pulir su biografía sobe Anton Chejov, un convoy de S.S, la policía más feroz vestida con gabanes negros diseñado por Hugo Boss, la sorprendió en su buhardilla en Montparnase, el barrio de los artistas en París. Su destino fatal, después de un viaje de 48 horas en un tren atiborrado de gente hasta las afueras de Cracovia donde Auschwitz, esa fábrica de la muerte, la terminó triturando en dos meses.
De tifus murió Irene Nemirovsky en 1942, en uno de esos mugrosos, humillantes barracones de ese campo de exterminio, pero sus obras vivieron y están más latentes y vigentes que nunca. Sobre todo la que encontraron en un cofre en su buhardilla y que contenía La vida de Chejov, la biografía sobre ese campesino que escribía cuentos con la precisión de una cuchilla, el hombre que intentó retratar en la Rusia de finales del siglo XIX la vida tal y como era, sin adornos para buscar situaciones forzadas, situaciones tan terribles como el día en la vida de un Mujik –nombre que se le da a los campesinos en Rusia- mugriento y real como una fotografía.
Hijo de un comerciante venido a menos, cuarto hermano de una numerosa familia, vivió aquejado de dolencias pulmonares que lo condenaron a la inmovilidad de su cuarto donde leyó todo lo que pudo y escribió, además de los cuentos más hermosos del mundo, obras de teatro adelantadas a su tiempo y que precedieron a los dramas cinematográficos de Ingmar Bergman o Woody Allen.
A los 44 años, entre el charco de sangre que le producía la tos, murió después de despachar una botella de champaña. Una lectura necesaria para adentrarse en el laberinto de uno de los grandes autores de todos los tiempos, escrita como una novela breve por Nemirovsky, una estrella que, como Chejov, no la apaga ni la muerte.
La vida de Chejov acaba de publicarse de nuevo y está disponible en las librerías de todo el país.