La maldición de Baudelaire

La maldición de Baudelaire

Aquella alma maldita que ha escogido la poesía, si no lo sabe todavía, debe prepararse para el rechazo de los que no conocen su sentir

Por: Jamal Said
marzo 31, 2021
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La maldición de Baudelaire
Foto: Étienne Carjat - dominio público

Víctor Hugo, uno de los grandes maestros del romanticismo francés, en esos momentos que propician la reflexión literaria llegó a decir que “un poeta es un mundo encerrado en un hombre”. A lo mejor el autor de Los miserables –que, dicho sea de paso, es la novela que logró elevarlo a las alturas de los más grandes escritores del siglo XIX– entendía que comprender a un alma poética, significa también conocerla desde adentro, como si su obra fuera el reflejo de su vida y pensamientos. Por eso, en el ejercicio de estudiar el sentir poético de un poeta como Charles Baudelaire, es necesario preguntarse por qué sus versos están llenos del vino que nunca le faltó en la mesa; terminan siendo, para los que amamos su obra, el ejemplo más grande de la rebeldía que aún corre por sus venas; una manifestación del delirio que hacía de la noche y lo prohibido su lugar común: la válvula de escape para hacer de la palabra la más bella melodía.

Criado entre los más selectos gustos de la burguesía parisina, este rebelde de las letras fue abiertamente amigo de los cafés, las tabernas y prostíbulos que acabaron tempranamente con su vida: murió debido a la sífilis que estas casas pecaminosas le contagiaron. En sus comienzos, entre los dieciocho y veinte años, estudió momentáneamente derecho, más por la decisión de una madre protectora que por el propio deseo personal: su destino no estaba en los tribunales, sino en los designios de Lesbos y todos sus excesos. Se regodeaba de mujeres de la vida alegre –el amor de su vida fue una prostituta de origen judío llamada Sarah–, respirando en ellas el aroma de la lujuria más desenfrenada; pasaba tiempo, gracias a los caprichos que podía darse un niño burgués, en aquellos sitios oscuros en donde el humo y el licor son más que hermanos; lograba hacer de lo mundano, material de las almas exiliadas, fiel copia del arte revolucionario del movimiento simbolista que Edgar Allan Poe sin pensarlo fundó.

En su obra más respetada, Las flores del mal, nos dice que el poeta es similar al Albatros cuando el marinero sádico decide condenarlo a la muerte. De entrada, quiere que sepamos que aquella alma maldita que ha escogido la poesía, si no lo sabe todavía, debe prepararse para el rechazo de los que no conocen su sentir. Quizá por eso Paul Verlaine, que llegó a conocerlo y a compartir sus excesos, se preocupó por explicar en qué consiste la esencia de esta alma maldita, cuando del quehacer poético se trata, llegando a decir que fue un hombre incomprendido como muchos contemporáneos suyos que igualmente quisieron vivir a su altura y la desgracia, como hado nefasto, los terminó por cobijar en el olimpo de los grandes escritores que han hecho de la poesía su verdadero hogar. Todavía se sigue hablando de estos incomprendidos, pero el legado de Baudelaire supera a cualquiera que haya querido vivir como él.

Es que es sinónimo de transgresión: la ruptura con todo aquello que no se ajusta a un espíritu libre de convencionalismos. Por eso es un referente literario –diría que de perpetua consulta–, y se lo considera uno de los artífices de la poesía contemporánea. En este año se cumplen dos siglos de haber llegado al mundo, por lo tanto resulta difícil no rendirle culto, aunque humildemente sea con unas cuantas líneas, en una época en donde casi no se lee poesía e importa más destacarse como narrador de lo superficial. Sin embargo, todavía quedan hombres y mujeres que acuden a sus versos, viendo en ellos noches bohemias en donde solo importa el placer más desenfrenado, ese impulso que condena la sociedad llena de ataduras y que maldice a los que no piensan como ella.

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