Sonó la alarma de mi celular y me despertó.
Había llegado la noche anterior, treinta de noviembre, después de un extenuante viaje por carretera desde la ciudad de Barranquilla y me hospedé en un hotel de la avenida séptima en Valledupar. Ciudad alegre y parrandera, en cuyo ambiente fluye la inspiración para hacer una poesía y convertirla en una canción vallenata. Musas que parecen haber sido extraídas de nuestras propias vivencias.
Llamé al servicio a la habitación del hotel y solicité café. Cuando abrí la puerta para recibirlo, diciembre se metió como un huracán en la habitación y se adueñó de ella. Golpeó puertas y ventanas, tumbó la libreta de apuntes que tenía en la mesa, jugueteó con mi equipaje, volteó las sábanas, y así como entró se escabulló del cuarto, cuando desesperado abrí una ventana. Parecía que no solo quería anunciar su llegada, sino también, dejar constancia de su tradicional alegría.
La disyuntiva de diciembre: el mes más alegre o el más triste del año...
Me duché, me vestí, desayuné y me dispuse a cumplir la primera cita del día, en un colegio ubicado cinco cuadras arriba.
Estaba consciente que era primero de diciembre, por lo que pensé que su visita a la habitación era mera especulación psicológica. Pero, cuando salí del hotel lo encontré nuevamente en la calle.
Si, ahí estaba diciembre, camuflado entre los vendedores de juguetes. En las puertas de los comercios con serpentinas, luces y sus colores tradicionales. En el vestuario y en las voces de los promotores de almacenes que con megáfono en mano anunciaban los descuentos de temporada.
Cuando caminaba hacia el colegio, observé una muchacha peleando con su falda. La brisa se la levantó y le cubrió el rostro, mientras los mirones aprovechaban la oportunidad para escanear sus lindas piernas y algo más.
La brisa soltó a la joven y comenzó a arrastrar cartones, papeles, plásticos y cuánto elemento suelto había en la calle. Anunciando de esta manera a todos los peatones, la entrada triunfante y alegre de un nuevo diciembre.
Mientras esperaba en la oficina al director del colegio, contemplaba de espaldas a su escritorio, la obra El Abrazo, del pintor ecuatoriano, Oswaldo Guayasamín.
Al llegar el rector, di la vuelta y me encontré de frente con un hombre joven, de aspecto fresco y muy educado. Era pintor y acababa de llegar de París donde hizo estudios de arte y pintura. Le pregunté cómo hacía para sobrevivir en aquella habitación, contemplando ese cuadro, sin que la depresión lo afectara.
Guayasamín plasma en sus cuadros, el dolor, la miseria, la tristeza y la impotencia del pueblo latinoamericano, que en su búsqueda de mejores designios, quedó atrapado en un laberinto de corrupción, mezquindad y desigualdad socioeconómica.
Me contó que sentía lo mismo que yo, el cuadro lo deprimía mucho, le producía un vacío en el estómago cada vez que lo contemplaba y me confesó que estaba allí porque su novia se lo había regalado y ella misma lo ubicó frente a su escritorio.
Coincidencialmente cambio de tema y me dijo que desde el amanecer estaba sintiendo la presencia de diciembre, lo había visto en todos lados tomándose la ciudad.
Entonces le conté la forma en que diciembre entró a mi habitación en el hotel en horas de la mañana y me dijo que le había pasado lo mismo.
Diciembre lo sorprendió mientras hacía su rutina de ejercicios matinales, y lo vio descender desde las estribaciones de la Sierra Nevada, como si fuera una pelota de caucho rodando por una escalera gigante, y observó cómo jugaba, arriba con los riscos, después con la espesa vegetación y finalmente con los árboles del parque. Como cachorro que se reencuentra con su amo.
Me llevó a la azotea del edificio desde donde se apreciaba un sector marginal de la ciudad. Y me dijo: -Mira Jorge! Ahí está diciembre-y me mostró un grupo de personas con una alegría desbordante, pintando de blanco sus casas de barro y adornando las calles del barrio, con figuras de papel y serpentinas improvisadas.
Hoy añoro esos diciembres de antaño. Ahora se siente un espíritu de navidad falso, impuesto, sin la brillantez de otros tiempos. Es una navidad rara, ajena a nosotros. Las lluvias se llevaron las brisas que eran uno de los grandes distintivos de la navidad en el caribe. Dejándonos a merced de un excesivo calor que derrite las ilusiones y el entusiasmo con que recibíamos a diciembre años atrás. Mientras un sudor de incertidumbres y tristeza, vividos desde épocas de pandemia, nos invade el alma y nos inunda de miedos la vida.
Hasta las tradicionales canciones y los infantiles villancicos parecen haber enmudecido.