Muchas veces en política se repite como caja de resonancia una equivocada analogía en la que se precisa que un presidente, un gobernador o un alcalde son los pilotos de una nave y que los pasajeros son la ciudadanía, que debe viajar de manera cómoda divisando el paisaje, esperando sin mayor contratiempo hasta desembarcar en puerto seguro.
El destino casi siempre es la felicidad total con escala en los sueños idílicos de los votantes, lugares a los que el capitán-gobernante tiene que arribar sin que de los ciudadanos se tenga que exigir esfuerzo alguno. No hay comparación más alejada de la realidad.
Cuando está a punto de iniciar un nuevo gobierno; también ad portas del comienzo de la campaña de autoridades locales, surgen interrogantes válidos: ¿Cuál va a ser el aporte que la sociedad hará para alcanzar esos añorados propósitos de transformación? ¿Qué está dispuesta la ciudadanía a sacrificar? ¿El éxito o fracaso de un país, departamento o municipio es sólo responsabilidad del gobernante de turno?
Muchas veces se exigen “renovación profunda” y “cambios estructurales” pero sin que se comprometa nada de lo que nos estemos sirviendo; es decir queremos cambios sin que tengamos que cambiar nosotros.
Tal vez estas cifras nos ayudarían a repensar un poco sobre nuestro papel como sociedad: tenemos en Colombia 234 mil hectáreas sembradas de coca, equivalen al 60 % del cultivo a nivel mundial (informe UNODC 2021); deforestamos 500 hectáreas diarias de bosques (informe CGR).
Hemos posicionado a los ríos amazonas y Magdalena entre los 20 más contaminados del mundo por desechos plásticos (Greenpeace); Cali, Palmira, Buenaventura, están de nuevo entre las ciudades más peligrosas del mundo (Ranking CSPJ). El país pierde cerca de 20 billones al año por cuenta del contrabando, según cifras Asobancaria.
Existen 90 mil hectáreas en las que se ejecuta minería ilegal a cielo abierto (informe UNODC); carteles de la gasolina, de las ambulancias, existen 93 grupos armados ilegales o bandas crimínales, entre muchos otros males.
Desafortunadamente muchas veces la sociedad contribuye por acción u omisión a promover la cultura de la ilegalidad. ¿Acaso eso no compromete el rol de la ciudadano? Los que ejercen ciertas actividades ilícitas, desarrollan prácticas dañinas, promueven hábitos destructivos, incitan al odio y la ignominia, también hacen parte del conglomerado social, pero la pregunta es ¿están dispuestos a sacrificarse?
¿Serán capaces de renunciar a las ambiciones desmedidas y a sus egos?. Hay que dejar de procrastinar y pasar a la acción, quitémosle estas cargas a la institucionalidad para que se enfoque atendiendo a los oprimidos y excluidos que se cuentan por millones.
Recuerden que en democracia se han de elegir gobernantes y no magos con facultades sobrenaturales o portentosas. Muchos en la política soñarán con la reviviscencia de Harry Houdini –el mago más famoso del mundo– del que cuentan era capaz de hacer florecer un árbol de naranjo frente al público y era enviado por Napoleón III a aturdir a sus adversarios árabes a punta de trucos.
En la realidad, la administración pública y el Estado funcionan como un engranaje en el que es indispensable la armonización de las piezas y la sociedad es una de las medulares. Tenemos que sustituir esa analogía del capitán solitario; por la de la nave que solo alcanza propulsión cuando se rema entre todos y de manera armónica.
Sólo así se podrá avistar tierra firme un día, de lo contrario hay que empezar a prepararse para un nuevo episodio de frustración colectiva, pues sin el aporte ciudadano se tendría que hacer magia y no se ha conocido que Houdini hubiese dejado sus fórmulas y el detalle de sus trucos a ningún político colombiano.