ANTES: Duerme plácidamente. La vida goza del sueño, muy pocas personas odian dormir, si ello ocurriera muy seguramente estaría, dicha extrañeza, clasificada como enfermedad. La pequeña hija venera a esa hermosa durmiente. Es la madre que ha sufrido lo indecible e inenarrable. Aquel canalla le ha vituperado, le ha arrancado el alma en vida, desollarle viva hubiera sido menos doloroso para ella. Una vida completa de sollozos y gemidos fue el común denominador de esa madre, la madre que sufrió con su hijo los desaciertos y errores por él cometidos, y con su esposo, la soberbia y el orgullo sombrío, la violencia extrema y la humillación que negó por cincuenta años a la mujer su propia identidad, su felicidad… y al parecer un hijo.
Natalia ve cómo despierta la dulce madre. Al verla en la comodidad de su cama observa como su ser más amado iba moviendo su pequeño cuerpo consumido por los años. Natalia le sonríe, la madre nada dice, esta somnolienta. Despierta y sonríe después de recibir un beso de su retoño embelesado.
Vuelve y cierra sus ojos, la hija la contempla con una dulzura infinita, para ella es el más maravilloso regalo, tenerla ahí, con ese cansancio que la tiene tumbada en su cama después de hacer los quehaceres del hogar. El descanso es más que merecido. Una manta rosada le abriga. De los ojos de la madre brotan unas lágrimas que nublan esa paz que no existe.
—Está ahí–dice la madre.
La pequeña hija se asusta un poco y mira a su alrededor intimidada por las palabras: —¿Quién, madre?–preguntó inquieta.
—Él– respondió. Suspira y prosigue –El bebé– entrelaza los dedos de sus manos, manifestando cierto pesar con los gestos de su blanco y arrugado rostro.
—¿De qué bebé hablas madre?
—Del bebé que perdí. Nadie sabe lo que ocurrió. Está triste, acongojado, siempre me ha cuidado. Sus lágrimas me duelen, quiero abrazarlo, sentirlo, besarlo…no sé… me necesita.
La hija no supo qué contestar. Solo estaba ahí. La dulce madre necesitaba hablar, confiar en alguien y su pequeña hija ya no tan pequeña, la que siempre le había acompañado, era la persona apropiada, al fin y al cabo ¿en quién más podría confiar?
—Me manifiesta que siempre me cuidará de su padre, del canalla que le destruyó, que no le permitió nacer, ¿entiendes? –La voz de la madre denotaba cierta parquedad sonora. Era solo una mensajera del más allá, un “lugar” que le causaba mucha curiosidad.
—No madre, nada puedo entender–Ella respetaba mucho ese momento, la madre se encontraba en una especie de trance. Sus ojos se mantenían cerrados para poder visualizar al hijo y contemplar su blanca tez.
—Él no lo dejó nacer–prosiguió sin dudar en su manifestación reveladora– y nadie sabe que él fue el culpable de perderlo– hizo un leve silencio–fue cruel, estaba iracundo, tiraba todo, yo estaba escondida, quería que alguien me rescatara, lo suplicaba al Cielo ¡No sé qué hice al casarme con ese monstruo al que tanto amé! Pero mira, a pesar de ser un no nacido, está ahí, me extiende sus brazos pequeños y su pequeño aliento me revivifica… es sencillamente hermoso, quiero tenerlo entre mis brazos–Anotó con gran anhelo la santa anciana.
—¿Te dice algo madre? –preguntó de nuevo la atribulada hija
—Que no descansará tranquilo mientras él siga durmiendo a mi lado. Su desconfianza es absoluta hija, tu hermano insiste en que se debe marchar, el haber intentado atentar contra su hermano le puso en alerta máxima. No puede descansar, está asustado y ofendido. Él nos protege a todos. Nos ama y espera en su hogar. Algún día todos estaremos unidos en la verdadera patria.
La madre extendió sus brazos que se desentrelazaban como intentando alcanzar a ese hijo amado, deseado, malogrado… lo había vuelto a encontrar y no lo iba a dejar ir de nuevo. La hija se había dado cuenta que ese hijo no-nacido era tan importante como los nacidos. Aunque en su cara se observaba gran nostalgia de la ausencia, amaba ese momento. Le explicaba a su hija que siempre aparecía mientras cerraba sus ojos. Ir a su lecho a descansar después del mediodía era un goce total, era la hora de la cita afortunada.
El canalla se ha marchado. El hogar respira tranquilidad.
DESPUÉS
La madre no había vuelto a abordar el tema. Toda la rutina del hogar había vuelto a la normalidad; la ausencia del canalla había devuelto la paz a la pequeña patria hogareña. Si el pequeño espectro era un hijo no nacido, el canalla era ahora un vivo que había muerto para la ahora dichosa familia. El silencio frente a dicha situación fue honrado y respetado; fue, para la dulce madre, un momento sublime de evocación de un pasado ya lejano que había hecho perder el sosiego de la mujer ya entrada en años y aquel hijo que nunca había estado, pero, que, tampoco estuvo ausente. La hija lo comprendía. La memoria no se borra fácilmente.
—¿Sabes?, volvió el bebé–dijo la madre rompiendo el silencio– me sonrió, estaba en paz. Desde que él se fue, aparece mucho menos ante mis ojos. Su tranquilidad me tranquiliza también a mí, ya no está sufriendo; era nuestro guardián, nuestro ángel de la guarda, nunca nos abandonó. Me amó sin ninguna condición. Esperó que mi tranquilidad quedara asegurada y comenzó su viaje sin retorno, se ha ido desvaneciendo, anoche no estaba ahí y esta tarde, después que llené mi “sopa de letras” e hice la siesta, tampoco. Tal vez, creyó cumplida la tarea para conmigo y ustedes–La madre, muy creyente, por cierto, aseguraba, creía y asumía sus palabras; no sentía vergüenza, al final, solo la hija sabía esa declaración. La madre era una especie de médium especializado en tratar con un bebé que había dormido por allá en aquel ya lejano y sombrío 1969.
2020. El pequeño no-nacido no volvió a presentarse ante su madre. Descansaba. La madre ya no lloraba ni por el sufrimiento de su hijo ni por el maltrato agreste del hombre hacia la esposa, que soportó por casi cincuenta años miles de humillaciones y vituperios, solo por cuidar a sus pequeños hijos. Era el amor verdadero. La madre era una fortaleza irreductible, nada la había podido derrumbar.
2022: El año pasado la madre hizo un viaje muy importante, tal vez el más importante de su vida. Tres de sus hijos habían disfrutado de ella y ella de ellos, aunque también el sufrir fue su común denominador. Compró un boleto de ida sin regreso. Se puso un par de alas y voló. Aquel pequeño no-nacido, hoy la disfruta y le ofrece las caricias que nunca pudieron intercambiar en esta minúscula y decadente partícula de polvillo llamada Tierra. La madre está gozosa, volver nunca sería una opción. Los hijos hoy lloran, el no-nacido goza las mieles del amor de la madre. Nada es eterno, la vida es solo un sorbo de ilusión, es solo un punto brillante en medio de la oscuridad, aquello confuso para la limitada racionalidad. Allí, en esa realidad opuesta a este brillante punto, la madre y el hijo se reencuentran. Aquí, la historia ha tenido un final feliz.