“Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado” —Emilio Mola, 1936.
El tristemente célebre general Mola, apoltronado en las teorías fascistas más elaboradas de su época, daba instrucciones a los golpistas y sus auspiciadores, llamándolos a acabar con cualquier vestigio de oposición o, incluso, de simple simpatía con el bando republicano: caracterizaba un enemigo por aniquilar, al que daba las particularidades de gozar de gran poderío, organización y —por ende— peligrosidad.
Guardadas proporciones de tiempo, lugar y legitimidad política, el domingo 20 de octubre, a dos días de iniciado el desborde de ira popular, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, hizo una afirmación que le generó críticas incluso de sus propios aliados: “estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni a nadie”.
Tamaña insensatez fue respondida de múltiples maneras por la “sociedad civil”, los intelectuales, los políticos y —quién lo creyera— el mismo jefe de seguridad pública del Estado (general Javier Iturriaga) quien planteó abiertamente que “La verdad es que no estoy en guerra con nadie”.
A pesar de ello, el ejército continúa en las calles, en un país donde no se veía tal situación desde la época de la dictadura pinochetista. A la luz de los analistas se trata de un acto de provocación que remueve la simbología de un imaginario que ningún demócrata quiere repetir: las armas que están para la defensa del país no pueden volverse contra la población inerme que protesta, por más desmanes que puedan surgir en este tipo de movilizaciones. Y es que un cuerpo armado, entrenado para la guerra, no está para escuchar razones o tener contemplaciones afectivas: por ello han disparado contra los manifestantes, contra familias que ‘caceroleaban’ o, incluso, han atropellado con sus camiones a jóvenes que protestaban pacíficamente. De ello ha dado cuenta la misma fiscalía chilena este 22 de octubre, hacia el mediodía.
Como los partidos políticos y el gobierno lo han reconocido, la cuestión no se reduce al incremento en el valor de los pasajes en metro. Este fue simplemente el detonante de una serie de reclamos sociales no atendidos por los poderosos y que, recién ahora, se comienzan a determinar: la desigualdad rampante que propicia la existencia de ciertos ingresos astronómicos frente a una gran mayoría de salarios paupérrimos; la corrupción (tanto en el sector público como el privado) sin una seria atención por parte de las autoridades correspondientes; un sistema de salud que no vuelca sus esfuerzos en atender a los más necesitados y la poca o nula vigilancia sobre los precios de los medicamentos; un sistema de pensiones que extiende la injusticia más allá de la vida laboral; y un sistema educativo que —a pesar de los efectos de la Revolución de los Pingüinos, en el anterior período de Piñera— genera segregación disfrazada de selección para el acceso a la educación superior, con lo que se entorpece cualquier proceso de movilidad social.
Mención aparte merece otra de las grandes problemáticas del país austral: el código de aguas (privatización del agua), gracias al cual las fuentes hídricas han dejado de pertenecer a los chilenos y, en pocas manos, pueden ser explotados a perpetuidad por empresarios privados. Esta norma, promulgada durante la dictadura es el ejemplo más claro de los efectos perversos del neoliberalismo sobre el país que fue considerado su laboratorio en este lado del mundo.
Como la teoría política lo ha planteado hasta la saciedad, cuando una demanda popular no es atendida por las políticas públicas, de inmediato se transforma en un reclamo social que, al menor descuido, puede desencadenar situaciones de hecho como las que vemos en Chile: difícilmente la criminalización de la protesta popular, la salida del ejército a las calles y los oídos sordos del ejecutivo van a permitir el hallazgo de salidas democráticas a la situación. Mucho menos lo va a permitir esa vieja política de derechas que busca construir enemigos internos y externos para mantenerse vigente, haciendo caso omiso a las voces de quienes sufren la desigualdad y cargan los fardos que desde hace siglos atentan contra la dignidad de las clases medias y trabajadoras.
El diálogo político sincero (aunque parezca un contrasentido) y la atención a las necesidades de la gran mayoría de la población, así ello implique la merma de algunos privilegios de los poderosos, pueden marcar el inicio de un nuevo país y de un nuevo contrato social que permita hacer realidad las palabras del poeta máximo de la chilenidad, Pablo Neruda, cuando sentenció: “Yo no quiero la patria dividida / ni por siete cuchillos desangrada: / quiero la luz de Chile enarbolada / sobre la nueva casa construida: / cabemos todos en la tierra mía”.
Post scriptum: Y, mientras todo esto ocurre en Chile, ¿qué se piensa en Colombia, cuando muchas de las problemáticas e inequidades que aquejan al país sureño se advierten ya en reformas laborales, pensionales y tributarias como las que se avecinan?